sábado, 2 de enero de 2010

"LITERATURA Y EXILIO"(*) – Emir Rodríguez Monegal

en Vuelta, México, v. 6, nº 63, febrero 1982, p. 45-47


Emir Rodríguez Monegal


"El tema de exilio y literatura es el tema de la literatura latinoamericana. La literatura latinoamericana ha sido siempre exiliada. Cuando las circunstancias políticas ayudan, esto resulta más notorio. El exilio, entre nosotros, empieza precisamente porque es una literatura en lenguas que vienen de fuera y que hemos tenido que hacer nuestras a través de un trabajo de siglos. De alguna manera, es una literatura que seguimos haciendo nuestra a través de ese mismo trabajo. Pero en esta última década el exilio se ha convertido no sólo en metáfora, se ha convertido no sólo en experiencia particular a veces elegida por el escritor, (Cortázar, por ejemplo, necesita irse de la militarizada Argentina Peronista —ver nota del editor al final— para ver con una cierta perspectiva, su propio mundo) sino que ha sido una experiencia impuesta a muchos escritores por personas que tienen muy poco que ver con la literatura pero sí tienen mucho que ver con el poder. En los últimos años esto ha ocurrido no sólo en el Uruguay que es un país pequeño y fácil de cancelar. Bastaría abrir las compuertas de la represa del Río Negro para que casi todo quedara bajo el agua en pocas horas. (No se les ha ocurrido eso todavía y ojalá no se les ocurra... Y si se les ocurre, no vayan a llamarlo Operación Monegal). Pero países más difíciles de sumergir como Chile, por ejemplo, que tienen una zona muy alta, o Argentina que es muy vasto, o Brasil, tan inmenso, se han visto amenazados eficazmente por decisiones de poder que los han cancelado como centros de cultura, como centros editoriales de discusión abierta, y eso naturalmente ha producido un efecto catastrófico en la vida de muchos seres humanos de esos países. No quiero decir que sean más importantes estas catástrofes culturales que la destrucción sistemática de la vida política de esos países. Si ahora insisto en la literatura es porque estamos entre escritores.


Países cancelados total o parcialmente para la circulación libre de obras, para la discusión de esas obras, para que exista el diálogo sin el cual la literatura no existe, el diálogo entre la obra y el lector. El autor es apenas el padre o la madre natural de la obra. Pero son los lectores los padres culturales de ella: los que la educan, orientan y sacan al mundo. Sin lectores podrá haber obras pero no literatura que (como ha definido magistralmente Octavio Paz) es el espacio donde las obras se relacionan y dialogan.


La verdad es que los años de la década del 70, han sido años siniestros. A veces me preguntan: qué pasó con el boom de la novela latinoamericana, como si yo fuera dueño del boom... Voy a hacer un pequeño paréntesis autobiográfico. Tengo muchos defectos literarios, pero tengo oídos, jamás hubiera inventado una palabra como el boom, tan horrible fonéticamente, ya se pronuncie a la inglesa (buum) o a la criolla (bún).


Yo siempre hablé y escribí de la nueva novela, porque me parecía, también cuestión de oídos, que nueva novela sonaba mejor, pero después como todo el mundo hablaba de boom, se me ocurrió la idea (es muy peligroso ser irónico en este mundo) escribir un libro que se llama El boom de la novela latinoamericana (Caracas, 1972). El libro estaba lleno de epígrafes cómicos, pero parece que sólo yo me reí de esos chistes. Desde entonces todo el mundo me atribuye la creación del boom. Un paréntesis, dentro del paréntesis: aclaro que el boom fue inventado por Luis Harss, novelista y crítico latinonorteamericano que difundió la palabreja en Buenos Aires, 1966. Así que la próxima vez que se pregunten por el boom consulten al señor Luis Harss que está ahora en Estados Unidos donde dirige una revista llamada, algo tautológicamente, Review (revista).


La persecución política o ideológica interrumpe el diálogo o lo hace muy difícil. Para existir, la literatura latinoamericana no sólo tiene que darse el lujo de ser exiliada sino que es literalmente exiliada por poderes que aunque sean muy distintos y hablen incluso varias lenguas tienen una misma idea en la cabeza: decirle al escritor qué puede, o no puede, escribir. En esto están de acuerdo los gobiernos latinoamericanos de izquierda o de derecha. Para ellos, es el Estado el dueño de la palabra. El escritor que sabe que la palabra es un bien colectivo, es decir: de nadie en particular acepta o calla. Si calla, sólo le queda el exilio, interno o externo.


Ahora, ¿qué significa el exilio para el escritor?


Para el individuo que es todo escritor significa lo que para cualquier persona. Pérdida de sus raíces, pérdida de su ambiente, separación de familias, etc. Ese cuadro no se debe siquiera describir porque es muy conocido: pero para el escritor el exilio significa que forzosamente se le saca de su medio lingüístico, muy específico, un medio que en que el escrito ha trabajado para forjar su instrumento de comunicación: un medio que lo ha alimentado y educado, y contra el cual, en apasionada simbiosis, ha desarrollado su obra.


Ser expulsado del país, o tener que huir; ser llevado a veces amablemente, otras veces en forma violenta, otras veces estafados por maniobras "burocráticas" sutiles o groseras, eso es el comienzo del exilio. Es como si le sacaran el tapón a la bañera en que estábamos tan a gusto. Nos quedamos en seco. Y no crean que el exilio es más ameno cuando nos refugiamos en un país de nuestra lengua. A pesar del tronco común, los hispánicos hablamos (y, sobre todo, escribimos) en contextos culturales muy distintos.


Piensen, por ejemplo, el caso de un escritor argentino o uruguayo que quiere ganarse la vida escribiendo reseñas bibliográficas en Barcelona. Ustedes saben que hablan un español algo catalán, ¿no?. Pero en fin, vamos a suponer que en la vida diaria acepten nuestro español. Al escribir, un argentino o un uruguayo usamos palabras que no sólo son distintas sino que, hasta cuando son iguales, tienen otra carga. Para escribir en Barcelona, hay que someterse a una suerte de censura implícita, general e incómoda. Lo mejor sería tener un secretario que corrija las palabras. Yo pasé brevemente por Barcelona un día (es la tierra de mis antepasados, entre paréntesis, pero nunca aprendí catalán), abrí un periódico y me encontré con el artículo de un señor que me dijeron que era graciosísimo y a mí me pareció de un humor fúnebre. Era la reseña de una nueva traducción al español (él insistía mucho) del Ulises de Joyce, y decía al señor éste, de cuyo nombre quisiera poder acordarme, pero era algo así como Umbral, se llamaba Fernando Umbral o Francisco, ¿verdad?, Francisco Umbral... Este señor que para siempre quedará en mi recuerdo como una persona inteligentísima, decía algo así: "Por fin tenemos una traducción al español de la obra inmortal de Joyce, porque esa edición bastarda que habían hecho los argentinos, que usaba palabras como nafta por gasolina, y en que los personajes, etc..."


De repente me di cuenta de que el pobre J. Salas Subirat (también descendiente de catalanes pero con el estigma de ser rioplatense) que trabajó 25 años en traducir el Ulises era apenas un mestizo que se atrevía a escribir en argentino una obra que Joyce (otro exiliado) había escrito naturalmente en un inglés irlandesado. La reseña de este humorista profesional y lingüista patriótico, concluía con una frase de suprema burla de "argentino".


"¿Qué te parece gachí?" Me quedé perplejo porque en mi ignorancia de la pura lengua de mis antepasados, no sabía si gachí es hombre, o mujer... La única palabra a que me parece sonar gachí, es gacho que era el sombrero que usaba Gardel. De todas maneras me quedé, como dicen los españoles, patidifuso, porque me di cuenta que si me hubiera tocado en desgracia ir a ganarme la vida escribiendo crónicas de libros en Barcelona, jamás hubiera podido producir una palabra, una frase, cómo diré, tan expresiva como ¿qué te parece gachí...?


Pero ¿por qué criticar a España?. Lo mismo le pasaría a un español que fuese al Uruguay. Me acuerdo de un exiliado que apareció allá por los años 40, en "Marcha" y se puso a colaborar con una columna sobre lexicografía. Él empezó a mandar unos artículos sobre el arte de escribir en español y fueron bien recibidos y hasta hizo una sección permanente. Un jueves en que yo estaba en la imprenta corrigiendo pruebas de la sección literaria que entonces dirigía, me encontré con el español que me dijo entusiasmado: "Acabo de escribir un artículo muy formidable... Mire usted, que no me daba cuenta que aquí la gente es tan culta que cuando nosotros, los españoles, decimos algunas palabras que acá son prohibidas... (La palabra que él usó es equivalente a asir, agarrar un ómnibus, una pluma... Pero yo no puedo decirla ahora). Entonces, la gente primero tiene una mueca como de terror y después piensan que soy español y comprenden."


El artículo era sobre esa palabra. El viernes abrí el número de "Marcha" y no encontré el artículo. Había sido censurado, porque por más amables y generosos que fueran los uruguayos, esa palabra no se puede imprimir en Uruguay.


* * *


Lo primero que se pierde es la posibilidad de hablar de tú a tú, o de vos a vos, o de ché a ché con el lector. Porque el escritor se exilia, pero los lectores quedan. La gran tragedia de la literatura latinoamericana de estos últimos años es que países enteros se han dividido. Han quedado los lectores como rehenes patéticos, y se han ido los escritores. Esos escritores están en lugares inesperados buscando nuevos lectores. Uno viaja por ahí y unas veces se encuentra con chilenos en Alemania, con uruguayos en Suecia, con argentinos en España... (No digo en Estados Unidos donde se encuentran todos, sobre todo los que hace bien pocos años firmaban manifiestos contra los que se fueron primero).


El exilio nos ha tomado como una peste. Si ustedes leyeron la obra de Camus, saben que la peste aparece de a poco. De a poco uno se va acostumbrando, acepta, se ajusta. Sólo cuando el trauma pasa, se hace balance de lo que se ha perdido. Los poetas viajan mejor ya que sus lectores eran pocos y fieles: los novelistas se quedan repitiendo las historias que habían oído contar o tratan (como Cortázar en 62 o Manuel Puig en Maldición eterna, etc.) de encontrar otros contextos. Los ensayistas miran hacia atrás (como la mujer de Lot).


Sí, nos ajustamos, aceptamos, seguimos escribiendo. Lo que más nos falta es el contexto de esa lengua y esa cultura particulares. A una pregunta sobre cómo conseguía escribir en cubano en el exilio, Cabrera Infante contestó hace años en Nueva York que su mujer, Miriam Gómez, era su lengua cubana. No todos tienen una Miriam Gómez.


La literatura es tan frágil, está tan expuesta, y al mismo tiempo tiene una manera increíble de sobrevivir que ningún tirano ha conseguido hasta ahora obliterarla del todo. Los manuscritos de un modo u otro quedan por ahí, alguna edición se salva. El poder quema, persigue, tortura, destruye, hace pirámides de libros y les prende fuego: sin embargo, algo queda. Pero el escritor, ese escritor que está en busca de su lector, separado, dividido, es más perecible. Puede ser acallado o destruido, y a veces sin necesidad de ser tocado físicamente. Basta esa operación castradora que se llama exilio.


Ahora, hay otros exilios, a veces incluso, más dolorosos y secretos que la residencia en el extranjero. Que es cuando alguien está exiliado de su sociedad y está viviendo sin embargo en ella. Es decir, no es ni siquiera el exilio interno de un Boris Pasternak, que vivió la época de Stalin y tuvo que dedicarse a traducir a Shakespeare ya que no podía publicar sus poemas originales.


En el caso de Reinaldo Arenas, en la Cuba de 1969 a 1980, cuando no se le permitía publicar sus obras allí y se le castigaba si las publicaba fuera; su único lector fiel era la policía secreta del régimen que no se cansaba de confiscar sus manuscritos. (Dos veces escribió, y dos veces le retuvieron, la tercera novela de su pentagonía.)


Estos casos, tan notorios, que podrían multiplicarse con ejemplos trágicos de Argentina o Chile o Uruguay, son los que pensamos cuando escribimos sobre el exilio. Pero quisiera hablar de otro exilio, no menos común y horrible. Es el de una persona que puede escribir y puede publicar sin aparentes censuras pero lo que escribe y publica está de tal manera en desacuerdo con ciertos principios fundamentales del poder o de las costumbres o de la sociedad en que vive, que lo que escribe irrita, lo que escribe choca, y entonces es leído mal, o es silenciado minuciosamente por los poderes culturales.


Esto es lo que pasó en la culta Francia de 1868 con Les chants de Maldoror, del uruguayo Isidore Ducasse, conde de Lautréamont. Apenas fueron leídos por un puñado de personas; hoy casi no se leen otros libros del período. También le pasó en la orgullosa Buenos Aires de los años 20 a 40 de este siglo, a las "novelas" y "ensayos" de Macedonio Fernández, apenas leídos por un público que consumía ávidamente a Manuel Gálvez (primero) y a Eduardo Mallea (luego). Hoy, se sabe, son aquellos marginales los que se leen y estudian en las universidades.


Pero ¿qué nos pasa hoy, cuáles son los escritores que censuramos por prejuicios sociales o políticos, religiosos o sexuales? ¿qué pasa en algunos países de nuestra década sombría con las mujeres que se atreven a escribir sobre la experiencia sáfica, los homosexuales masculinos que se atreven a llamar al amor por sus muchos nombres posibles? Todos recordamos que en la España republicana, cuando Luis Cernuda quiso publicar su elegía a la muerte de Federico García Lorca, fue obligado por sus camaradas a suprimir la estrofa en que alababa a aquellos muchachos hermosos que tanto placer habían dado al poeta de la "Oda a Walt Whitman". En el Brasil de hace unos pocos años, Ignacio de Loyola Brandao vio su novela satírica, Zero, rechazada por una censura que no sólo no quería que se dijese que en aquel país se tortura sino que se practica habitualmente la sodomía en las relaciones heterosexuales. En Cuba la gran novela de José Lezama Lima, Paradiso nunca fue reeditada por aquel famoso capítulo octavo en que se alegorizaba sobre prácticas homosexuales comunes en la ardiente isla.


En este contexto, y porque creo que tiene mucho que ver con el tema de las siniestras variantes del exilio, quiero para finalizar, hablarles de un libro que ustedes conocen mejor que yo, que apenas he empezado a leer y que, sin embargo, voy a seguir leyendo, prometo. El libro es La Guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez. Ya lo leí dos veces, porque la primera, lo leí sin diccionario y aunque me gustó muchísimo, tuve la sensación de que de repente ocurrían ciertas palabras que yo las interpretaba como si fueran escritas en el Río de la Plata, y no lo eran. Después con ayuda de un diccionario que me dio un estudiante de Yale, un querido amigo mío y de ustedes, Manuel Alvarez, me di cuenta no sólo de que había perdido muchas cosas como de que algunas de las que había perdido eran de las más sabrosas.


El libro me parece extraordinario, en muchos aspectos. Como profesor de literatura podría decir que es una confirmación más del poder de la sátira, del poder de la parodia, de la capacidad de establecer un texto paralelo al texto de la cultura y de la realidad para cuestionar la identidad nacional, amenazada por el estatuto político de la isla. Sólo que a diferencia de otros famosos cuestionadores (pienso en René Marqués o Díaz Valcárcel, para citar sólo a dos), Luis Rafael Sánchez va un poco más hondo. Es el suyo un libro que trata de violentar el tabú de la censura sexual en la lengua de los mismos personajes. Es un libro que se atreve a decir eso que no sólo callan, sino también los hombres callan en buena sociedad, y sobre todo callan cuando escriben. Porque somos muy pudibundos. Al hablar, decimos una cantidad de palabras espantosas y después cuando escribimos las tachamos y ponemos en su lugar las palabras bonitas.


¿Cuántos libros anteriores a Rayuela de Cortázar se atrevieron a nombrar con sus nombres las cosas? Creo que el más notorio de los desmitificadores fue Oswald de Andrade, del Brasil, en sus fabulosas novelas antropofágicas: Memorias Sentimentais de João Miramar y Serafín Ponte Grande, ambas redactadas en los años veinte. En la Argentina, también lo hizo Roberto Arlt en novelas de los años treinta. Más tarde, y después de Rayuela, lo hicieron Carlos Fuentes, Severo Sarduy, Vargas Llosa, Manuel Puig, etc.


Es claro que todos conocemos el Ulises de Joyce. Una de las primeras novelas en que un señor llega a un cuarto de baño con un diario, y no a bañarse precisamente; en que la protagonista confiesa sus apetitos sexuales con la mayor precisión. Pero en la literatura latinoamericana, antes de Cortázar, ¿cuántos eufemismos: "Hacer el amor", "sentir el corazón vibrando...!" No quiero entrar en la cursilería...


La Guaracha se atreve a usar un lenguaje que es el lenguaje que todos saben y practican aquí. Y se atreve a hacerlo no para exhibir el conocimiento del autor, sino para destapar una zona prohibida de la sociedad, porque la censura entre nosotros no es sólo ese señor de la policía que ha leído los textos con el cuidado de un editor responsable de una edición crítica. La censura es también la vigilancia de los bienpensantes que quiere construir sociedades edificantes, ya sea bajo el signo A, B o C de la sopa política de letras. Es la censura entre nosotros, sólo quiere que se diga otra palabra que la ortodoxa, la oficial, la del poder.


Entonces, cuando nos encontramos frente a un libro como el de Luis Rafael Sánchez, un libro comprometido, un libro político, un libro que nombra cosas, y reconstruye la mentalidad fascista de las clases dominantes de la isla, y la mentalidad colonial de los sometidos, pero que también es un libro que va más allá, que quiere liberar todos los aspectos del hombre, y que está escrito (y aquí tengo que decirlo) escrito desde un nivel del lenguaje en que ya no importa mucho el sexo particular del escritor, ¿qué pasa entonces?


La mayoría de los lectores (conjeturo) lo lee porque entra en el espíritu de la guaracha (inventada por el autor pero muy creíble) ya anunciada desde la tapa por la espectacular si que retroactiva Iris Chacón. Los lectores críticos (a quienes duele Puerto Rico como a Unamuno su España) van directo al compromiso, a la denuncia, pasando por alto el lenguaje violento, o neutralizándolo por el frío examen lexicográfico. Una minoría hasta podrá leerlo como manifiesto de una liberación que no es sólo política. Creo que esta última lectura hace más justicia al libro. Porque Luis Rafael Sánchez no escribe como quien está fascinado por la dicotomía masculino-femenino (incluidas las variantes heterodoxas de ambos) sino como alguien que busca develar, a través del grotesco aparato del machismo que informa todas nuestra sociedades, los fantasmas que están debajo. Contra un lenguaje social que no admite la diferencia (es decir: lo otro que no es necesariamente lo opuesto), Sánchez apela al lenguaje pornográfico, a la descripción obscena para hacer saltar los tabúes e instalar al lector en una realidad en la que todos viven pero que es negada en el momento exacto de abrir las páginas de un libro para ejercer el oficio de lector.


Este libro -y otros de Sarduy como Maitreya, o de Manuel Puig como El beso de la mujer araña, o de Guillermo Cabrera Infante, como La Habana para un infante difunto- se atreven a enfrentar a sus lectores con un espejo en que las últimas censuras son cuestionadas. No es extraño, pues, que sus autores, por razones diversas y en momentos separados en el tiempo, hayan tenido que renunciar a sus sociedades originales y vivan en un exilio que no es meramente político. Desde fuera, y en la alienación del contexto lingüístico inmediato (Sarduy vive en París, Cabrera Infante en Londres, Puig en Río de Janeiro) continúan su lucha contra las fuerzas más castradoras de sus respectivas sociedades."


(*) Intervención oral expuesta con el Primer Congreso Internacional de Literatura Hispanoamericana Contemporánea, celebrado por la Universidad Interamericana de Puerto Rico (Recinto Metropolitano), durante los días 17, 18, 19 de septiembre de 1980. Tal vez convenga aclarar que estoy exiliado del Uruguay desde 1968, fecha en que fui destituido de mis cátedras, "por abandono de cargo". El pedido de licencia sin goce de sueldo que yo había presentado oportunamente para justificar mi ausencia, fue "extraviada", y no se me comunicó personalmente la destitución hasta que habían transcurrido los tres meses reglamentarios para apelar la decisión. Gracias a esta maniobra desinteresada y anónima, perdí 25 años de trabajo en mi patria y debí resignarme a enseñar en el extranjero (E.R.M.)
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Nota del Editor: Cortázar se fue de la Argentina por antiperonista y gorila, por no soportar, en esa etapa de su vida, a los obreros y “cabecitas negras”... cosa que ocultan pudorosamente sus “fans” pequeñoburgueses y cuasi gorilas. Esta cuestión no afecta su calidad de escritor. A.A.
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