domingo, 29 de noviembre de 2009

DOS DÍAS - Por Jacobo Fijman


DOS DÍAS -

Por Jacobo Fijman

[Revista Topía]

En estos momentos la desmanicomialización es un tema de discusión en el campo de la Salud Mental. Muchas veces se habla de ella sin tener en cuenta los aportes de la historia. Sin reflexionar sobre lo que se hizo y lo que se escribió quedamos huérfanos de modelos y de herencias de las cuales poder apropiarnos. Es por eso que decidimos publicar un texto poco conocido de Jacobo Fijman, uno de los poetas latinoamericanos más importantes del siglo pasado. Fijman nació en 1898. Participó durante la primeras décadas del siglo pasado en el grupo literario “Martín Fierro”, donde conoció a Girondo, Borges, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal y otros escritores. Colaboró con periódicos y revistas. En un viaje a Europa conoció a André Breton y otros poetas surrealistas. Tuvo varias internaciones psiquiátricas hasta quedar definitivamente internado durante los últimos 30 años de su vida en el Hospital Borda donde murió en 1970. Los tres libros de poesías publicados son Molino Rojo; Hecho de Estampas y Estrella de la mañana.El texto que incluimos nos brinda la visión de su propia crisis y la internación en el manicomio. Fue publicado por primera vez en el diario Crítica, suplemento Magazine, Buenos Aires, lunes 3 de enero de 1927. Muchos años después, en una entrevista con Vicente Zito Lema comentaba: “En un cuento, que se llama ‘Dos días’, hablaba del Cristo Rojo. El mismo San Pablo enseña ‘ser como otro Cristo’; es decir, Cristo está en uno. La total identificación. Aun la pérdida de la persona. Yo lo sentía como una cosa cierta, no literaria. Y la intención del rojo, era para identificarme con la revolución, que había estallado en todo el mundo. Cuando los policías me golpeaban les grité: Soy el Cristo rojo. Siguieron con sus golpes. Cada vez más frenéticos, enfurecidos. Antes que me desmayara, me pegué a la pared y dije: Yo soy el anunciado. El cuento lo escribí después. Y lo publiqué en un diario”. La presente versión fue extraída de la excelente edición de cuentos de Jacobo Fijman San Julian el pobre (relatos), recopilación, notas, apéndice y edición de Alberto Arias, editorial Araucaria/Signos del Topo, Buenos Aires, 1998.

Hospicio de las Mercedes. Dicen que me han traído aquí porque estoy loco. Esto es imposible. Pensar que yo he perdido la razón siendo una cosa de orden metafísico, trascendental. No puede ser. Además, he padecido hambre, sed, dormía mal, estudiaba mucho, quería mejorara a los hombres, tenía sentido del sacrificio, me redimía, amaba.No se porqué, en una comisaría de la ciudad, me apalearon.En uno de sus calabozos se me encontró hablando de tonalidades, del origen de la especie, del super-hombre y cantando La Marsellesa. Me había desnudado; quería ser como los hijos del sol, resplandecer de sencillez, de inocencia, de santidad.De mañana, vino mi padre; vino hasta el calabozo, acompañado de un policía. Mi padre ha envejecido. Está mas canoso. Tiembla. Tiene los ojos azules, mas azules y tristes.-¡Como, hijo! ¿ayer te emborrachaste? Pobrecito, no es nada. ¿Para que te desnudaste? Me pregunta con mucha ternura, con mucho miedo.Yo no le digo nada. Entonces mi padre se echa a llorar.El policía mira; tiene un aire seguro, tranquilo.-Hijo, en la sala de espera está tu madre.Yo no le digo nada. Interiormente sonrío y reflexiono: ¡Cómo! ¿no sabrá éste que soy un super-hombre? ¿No sabrá lo que todo el mundo: que tengo el cerebro de oro? Por eso me pegaron en la cabeza. No me la pudieron romper. ¡Y cómo! ¿No sabe que soy el Mesías? ¿No recuerda la sesión teosófica que le di anoche? ¿No le habló Kliguer, que es poeta y teósofo, de mi lenguaje de los dioses! ¡Como! ¿y se olvidó de las tres piezas que toqué en el violín para recordarle “quien era” ? ¿No recuerda de mi “Kol Nidre”, de mi “Air” de Bach y de las “Marcha Fúnebre” de Chopin? ¡Y, cómo! ¿no sabe que mi violín es una antigua sinagoga de Jerusalén? ¿no sabe que soy el Anunciado? ¿No sabe que he escrito mi Tabla de valores?-Vamos, hijo, vamos.Fuimos a la sala, donde mi madre nos esperaba. El escribiente que toma nota de mi nombre, domicilio y profesión, lleva lentes. A su alrededor aparecen más policías, con su misma cara rosada, mofletuda; con sus mismos lentes, con su mismo libro, donde anotan los datos, con la misma lapicera.Ahora todos me miran, me observan, sin duda para no olvidarme.De pronto, el escribiente interroga:-Profesor de violín, ¿no?Ahora interrogan todos: “Profesor de violín, ¿no?” , y anotan lo mismo. Yo pienso: Je. ¡Profesor de violín! Gente estúpida, todavía cree en la división del trabajo.Al rato, salimos. Es un dia de sol, caluroso, 23 de enero.La ciudad está silenciosa: sin duda la gente ya sabe que no me gusta el ruido.-Vamos a tomar un auto, hijo. – dice mi madre.-No, yo no voy, no, no- contesto.Y aprieto a los dos contra mi de un modo que los hace estremecer. No quiero ir en automóvil después que he escrito mi Tabla de valores. El auto es un elemento de civilización. Yo no quiero debilitar mis pies, yo no quiero el progreso. Yo quiero la caverna del hombre primitivo; quiero a Eva, quiero la llanura, quiero el sol.Después, les digo:-Vamos a lo de Alberto, a mi casa de Alberto.-Nosotros no la conocemos. ¿Adonde nos llevás?La ciudad está cambiada, pero reconozco el camino. No se cómo, me acuerdo de los pájaros. Los pájaros tienen sentido de orientación,. Aunque la ciudad ha cambiado tanto, me digo: Encontraré la casa de Alberto.Camino y camino. En efecto, la ciudad ha cambiado. Hay otra luz en la ciudad, velada de un color de fuego transparente, de seda. Estoy, sin duda, en otro plano.Mi padre, con sus ojos azules, y mi madre, que tiene la cara torcida por una alteración nerviosa, me siguen. Siguen a un fantasma. Se detienen y me aconsejan:- Volvamos a casa; a nuestra casa; no seas malo.- No, casa de Alberto-contesto, y los obligo a seguir.Veo el reloj de la joyería de Alberto. Veo la tabla negra del letrero, que me sugiere la idea de que los de la casa están muertos, que han desencarnado, que se han vestido con el traje de la eternidad. Precisamente, el padre de Alberto estuvo hablándome del “Ayer”.-Buscas tu Ayer- me dijo.Como es pelirrojo y sanguíneo, se me ocurrió, se improviso, que tiene el color de los ladrillos que hacían los esclavos faraónicos.Vi en él algo de Triángulo. Me eché a llorar. Este hombre sabía mi angustia. Sabe que busco un sentido a la muerte. Sabe que soy el Anunciado. Lo sabe todo. Es Salomón. Los dos nos hemos encontrado. Yo soy Moisés: he aquí que mis manos tienen el cayado del profeta. Con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos. Somos dos antiguos que se han encontrado. Ahora, creo que el viejo me cuenta una parábola. Es verdad, al padre de Alberto le gusta hablar de parábolas y contar leyendas de la antigüedad.Empieza a llover.-Es fiesta- dice el padre de Alberto con un acento de nostalgia, lánguido, imprevisto.Llueve ópalo, azul, oro, violeta. ¡Je! Estoy en Jerusalén. Ya estamos en Jerusalén. Salgo corriendo de la casa de Jaime Berg, padre de mi amigo Alberto. Debo anunciar algo: leer mi Tabla de valores. Soy el Anunciado. Voy a darle un abrazo a Kliguer, el poeta teósofo que muchas veces me ha dicho que soy más anciano que él. Tenía razón. Soy el Mesías. Anunciaban que vendría después de la guerra.He visto a Kliguer en la redacción del “Ydische Zeitung”. Me recibe en su gabinete de corrector de pruebas. Le hago “señas”.-¿Hablas el lenguaje de los dioses? – me pregunta.Sigo haciéndole señas.-¡Qué lastima que no tenga una flor para darte!Sigo haciéndole señas. – Bueno, ve, anda, si no quieres decir nada.Entonces le hago un gesto significativo, como diciendo: -Kliguer, te espero mañana en las barricadas- Y golpeando el suelo furiosamente, salgo de la redacción.Son las cinco de la tarde. La tarde es turbia. Ha refrescado.Ahora voy a lo de Giacosa con un candado sobre la puerta. Ya debe de estar preso. La policía ya sabe que mañana estalla el caos. Me echo a reir y grito:-¡Yo soy el anunciador de la tempestad!En la calle hay poca gente. Se cierran las casas de comercio. Camino por la calle Corrientes, risueño, gozoso.Veo un judío de barba; usa pastillas de patriarca, anteojos negros; viste de levita negra. Lo reconozco. Es el padre de un muchacho sionista. Se llama Stein.-¡Ah!, si él supiera que yo soy el Mesías.Ya lo he perdido de vista. Sigo caminando. En la trastienda de una sastrería hebrea están dos sastres que perecen ser los dueños, y Moicha, un conocido violinista de piezas típicas de casamiento. Los dos sastres son morenos, afeitados, gordos; usan anteojos de carey , son de mediana estatura, algo encorvados; Moicha, el violinista, es rubio, calvo, flaco, rasurado; lleva una vieja levita de un negro desteñido que tira a verde. Ninguno de los tres me conoce, pero yo si los conozco; los he observado muchas veces. Están examinando un violín; me parece que Moisés también se dedica a revender violines. Me detengo y los miro. Después me acerco a ellos. Pido el violín. Me miran curiosos, asombrados. Pruebo el violín cual un consumado luthierista (1) , golpeando en la tapa y aplicando el oído por si se percibe la vibración simultánea de las cuatro cuerdas.Dicen en yergón:-Parece que se entiende.Me hago el ingenuo y les digo:-Este es un instrumento hebraico.-Si, si- dice uno.Y otro, en yergón:-Sabe, sabe.-Hoy es día de la raza, ¿no?- les pregunto.Todos me miran azorados. De pronto pego un formidable puñetazo sobre el mostrador, gritando:-¡Llegaremos!Ellos tres gritan horrorizados:-¡Está loco!Salgo corriendo, lanzando carcajadas terribles, ásperas, sarcásticas. No saben que soy el Mesías. No me presienten. Todavía tienen miedo. Esperan. Sigo caminando. Y he hecho un trecho enorme. Estoy cerca del barrio de Flores. Ahora me voy a leer mi Tabla de valores a Enriqueta Gómez, una grande alma solitaria. No se quien la llamó Luisa Michel o la comparó con ella. Me parece que estoy enamorado de Enriqueta. Tengo que leerle mi Tabla. Se alegrará mucho. Hace tiempo que no la veo. Además tengo que decirle que estoy enamorado de Carolina Mendoza. Ella debe de conocerla. Algo tengo que contarle.Carolina es una muchacha rara; le gusta enamorar a los hombres y después volverles la espalda, como hizo con mi amigo Berman. Posiblemente, si Berman no se hubiera enamorado, ella seguiría siendo su amiga. A mi me tiene miedo. No me tiene odio. No, a mi me ama. Tampoco. Conmigo le gusta hablar sobre pesimismo. Carolina es escéptica, amarga, pesimista. Carolina sabe más que el padre, un abogado que no ejerce, tolstoyano, que cree en la moral, no cree en Dios, es enemigo del Estado y ha publicado sobre moral veintidós tomos.La madre de Carolina es una mujer pequeña, flaca, neurótica. Habla de melancolías, de flores, de la provincia natal, y es enemiga del matrimonio. Ahora vive sola con Carolina. Odia al marido. El, a su vez, también la odia. Todos ellos se odian. Me causan risa. Carolina tiene unos hermanos pelirrojos que la detestan. La llaman perversa. Son bolcheviques. Trabajan en una fábrica. Hablan mucho. Dicen cosas disparatadas. Son pelirrojos e impulsivos. Pero yo amo a Carolina. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez, que me comprende. Pero también estoy enamorado de Sofía y compadezco a Emma. Amo a Sofía desde que hablé con ella en la Maternidad. Tiene ojos de ensueño. Me acordé de Schumann. Oí música. Consulté con ella sobre Carolina.-Yo soy muy franca- me dijo. – Esa muchacha tiene mas inteligencia que sensibilidad.-Siento que me vienen desmayos. Sofía me mira con sus ojos de ensueño. Estoy enamorado. Me muero. Oigo música de Schumann. Estamos enamorados. Entra Emma con su hermana, que practica en la Maternidad. La hermana nos dice, sorprendida:-¡Oh! ¿qué les ha pasado?Sofía y yo estamos en silencio.Me voy con Emma. Emma está triste; ama y no ama. No quiere casarse con un judío de Entre Ríos porque es ordinario, bruto, feo.-Me consolaré con ser madre –va diciéndome Emma.Emma es buena y fea; quiere estudiar medicina.-La vida para mí no tiene objeto.-Para mí, sí –le contesto.-¿Por qué? –me pregunta.-Porque dos y dos son cuatro.Pasamos cerca de la Penitenciaría Nacional. Me parece que hago una seña. Con ella quiero decir: “Mañana, a primera hora, larguen los presos. Mañana Beethoven dirigirá en el estadio la Novena a coro”. Emma me habla de Fanny. Fanny me quiere mucho. Es rubia, tiene ojos azules; dice que soy un tipo original. Fanny me ama, me adora, me comprende. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez para asombrarla.Un día me preguntó si alguna vez estuve enamorado. Una noche volví cansado de vagar y soñé que Enriqueta Gómez me daba un abrazo de alma, un abrazo inmanente, un abrazo de alma extraordinaria.Ya estoy en la casa de Enriqueta Gómez. Sale una señora de luto. Me dice que Enriqueta Gómez no está. Me siento sobre un montón de ladrillos a esperarla. Yo venía a anunciarle que mañana estallaba la revolución; pero ella debe de estar preparándose, si es que no está en la cárcel. Pero necesito leerle mi Tabla de valores para que tenga ánimo en las barricadas.Ya son las nueve de la noche. El cielo es claro; las estrellas brillan. En todas partes levantan barricadas. Una alegría cósmica inunda. El ambiente está perfumado. De pronto, unos niños se acercan, y me tiran piedras. Me echo a caminar. Sólo encuentro mujeres de ojos negros, ojos tristes de horror. De fijo que es la hora. En este momento anoto no se qué impresión en mi Tabla. Me encuentro con unas mujeres hermosas, divinas.-¡Oh, un poeta! –exclaman y se acercan para observarme. Miro el cielo. El cielo está cada vez más azul, más alto, más lejano. Camino y camino.Estoy cerca de Palermo. Es verdad que soy Beethoven y tengo que dirigir la Novena Sinfonía. Ya los músicos están reunidos. Visten de negro. Visten de negro, porque saben que es el color que más me gusta. Hay un gentío enorme. Ruido, mucho ruido. Los fulmino a todos con una mirada amenazadora, lanzando rayos, anatemas. No saben que soy Beethoven. Los músicos están preparados. Empiezo a dirigir a distancia. Ahora todos escuchan en un silencio religioso. Algo trágico, milagroso, presienten. Después de la Novena, pienso, sólo falta consumar la gran obra: la Revolución Social. Yo soy Beethoven; “Ayer” usaba trapo rojo; hoy soy el mismo. Soy el Cristo Rojo. Por fin termina la sinfonía. La multitud estalla en aplausos, delira. Se oye un trueno. La gente escapa. Alguien grita:-¡Es dinamita!Hay un desbande. Alguien me ha tirado una flor roja. >Ese alguien me ha reconocido.-Es la hora –pienso. –Yo soy el Cristo Rojo.Los rayos se desdoblan en el espacio. Ya no hay estrellas. Ya no hay gente. Llueve.Me vuelvo a mi casa. El portón negro del palacio en que vivo se abre empujado por una mano misteriosa. Ah, si, ya sé, es Chernichevski, el espíritu del jefe de los nihilistas, que me abre la puerta. Entro a mi casa. Todos duermen. Duermen en el suelo; se explica, hace calor, mucho calor. De pronto, me detengo a contemplar a mi hermanita Fedora. Todo su cuerpo es blanco, de mármol, de diamante. Veo sus envolturas astrales. ¡Dios mío, la inmortalidad del alma es un hecho! Ahora, por fin, siento la alegría de vivir. No se muere nunca. Se “es” eternamente. Bienaventurados todos nosotros. Aleluya. La vida tiene sentido; la muerte tiene sentido; todo tiene sentido. Pienso que todos los cuerpos de mi casa contiejnen espíritus antiguos, superiores. Evohé, toda Grecia está en mi casa.Tengo sed. Es verdad que hace varios días que he decidido no comer, porque eso de comer es cosa de bestias. No hay que ser bestia. Hay que ser un dios, algo más y siempre más.La canilla de la pileta resplandece. Me digo: “Es de oro”. Ahora todo es de oro. Se explica; yo, el super-hombre, encontré la piedra filosofal. La piedra filosofal la descubrí en el sonido. Soy el alquimista de los sonidos. Ahora todo es de oro puro. Todo se ha purificado. Todo brilla. Ha llegado la hora del alba eterna, del alba esperada. Homero ha vuelto a reencarnarse para mi fiesta. Pues bien, bebo. Bebo agua. Son las últimas gotas de agua que beberé, nada más que para limpiar mis órganos de oro, los órganos eternos; los órganos que no saben del bien, ni del mal, ni de la virtud, ni del pecado; los órganos del Integral, del Superhombre.Entro en la cocina. Está clara, limpia. La lamparilla eléctrica es de color rojo y amarillo. Debe de ser una comunicación de Moscú. Recibo noticias secretas que contesto.La luz recta de un reflector, con un aliento monstruoso, enfoca la ciudad. Mi cuerpo exhala, poro tras poro, aromas distintos y penetrantes. Estoy en la gloria. Desde el fondo de mi ser brotan aleluyas. Mi ánimo se resuelve en misticismo. No me entiendo. Tengo la certeza del otro espacio, del otro. El alma existe. Dios existe. Yo existo. Nada muere.Un instante después me limpio la boca con una papa. Mis dientes están blancos, blancos muy blancos. ¿Qué más quiero? Sólo habría que comer papas. Mi amigo Berman estuvo un tiempo comiendo papas y dedicándose seriamente a reflexionar.Soy feliz. La felicidad es mía. Tengo paz, seda, dulzura en mi sangre. Ya no soy pesimista.En eso entra mi madre.-¿Qué haces? –interroga.-Mire, mire: ¡qué limpia tengo la boca!-Es cierto –Y luego agrega: -¿Dónde has comido?Yo por respuesta sonrío; sonrío misteriosamente. No, no; desde luego mi madre no sabe quien soy yo. Lo que me asombra en ella es su lenguaje de compasión y dulzura para conmigo:-Bueno, vete a dormir- me ordena.-Después.Ella se va meneando la cabeza, pensativamente. Todo está en silencio. Me deslizo como una sombra y salgo. Tampoco dormiré más. Ni comer, ni dormir, nada de las dos porquerías.Estoy en la calle. Camino. Recuerdo que debo estar en mi “soviet”. Mi “soviet” está compuesto por Pardo, Berman y Soria. Los tres ilustrados. Los tres son revolucionarios. Los tres son pesimistas. ¿Cuál de los tres es más pesimista? Pardo, porque ama el color gris y tiene ojos tristes; pero cree en el amor. Berman no cree en nada, pero tyi4ene pasiones con alternativas que dan miedo. Soria está casado. El pesimista soy yo. No; el pesimista es Enrique Pitzberg, un muchacho medio feo, con algunos dientes de menos y atacado del mal metafísico. No cree en nada; todo está mal; todo es inútil; los hombres son perversos, las mujeres son idiotas. El universo está mal construído. Tales de Mileto se equivocó en su teorema sobre la construcción del mundo. Todo es imperfecto. La perfección es inútil, porque Kant, porque Fichte; porque Descartes; pero Bacon, pero Sócrates, pero….No, éste tampoco es pesismista. Y, aunque lo fuera, no lo entiendo. Pesimista es Tartessi. Tartessi es un muchacho que se le ha dado por usar barba. Es un temperamento apasionado, latino; y es neurótico. Lo es su madre, su hermano el violoncelista y sus hermanitas. El está en pleno pesimismo. Lee a Leopardo, el Eclesiastés; pero estudia el yargón, porque se ha enamorado de una violinista judía. Ahora ya no está enamorado. Quiere irse a Norte América, a Italia o al campo. No, tampoco Tartessi es pesimista. Pesimista es un ex -fraile amigo mío, un tipo erudito, vagabundo. Lee mucho; y come donde puede. ¿Dónde estará?Debe de estar también pero, porque dijo el otro día a voces:-Moscú es la capital del mundo.-Montenegro- le dije- cuando llegue la hora, habrá que matar, matar a muchos, sin miedo, sin piedad.-¿Matar? Yo no sé matar- me contestó.-El que no mata en la hora de la revolución, la hace fracasar.-Yo sólo aspiro a ser comisario de instrucción pública.He notado que casi todos los eruditos aspiran a lo mismo. Se creen que porque saben latín y griego deben regir los destinos de la cultura. ¡Qué bestias! Son los que dicen: “Hemos llegado demasiado tarde”, y quieren volver a la Edad Media o al Renacimiento. Son unas bestias. No tienen sentido histórico. No sirven ni para esta época ni para los tiempos de Maricastaña. Ah; pero Montenegro lee a Stirner y a Nietzsche. Es un tipo disolvente. Ha sido fraile y, desde luego, es un peligro para la revolución. El hábito de la hipocresía, de la simulación, no se saca así nomás; queda, está prendido de cada nervio, de cada arteria, de cada mano. Montenegro s una bestia. ¿Para qué usará esa capa y esa barba que lo hace semejante a Stendhal? Por economía. Por taparse la mugre: la capa; y la barba, efectivamente, por vanidad. Pero Montenegro entiende mucho de pintura. Es uno de esos tipos que hablan que hablan mucho de estética en los cafés y que tan bien han pintado los Goncourt. (Los Goncourt no hablarían mucho, pero escribieron mucho, demasiado.) Ah, pero el pobre Montenegro también busca algo. Es un atormentado. Tengo que iniciarlo en teosofía y estará salvado. ¿Pero dónde está Montenegro? ¿Y Kerchman, el pobre vagabundo judío, sin hogar, sin amigo, sin nada? Dicen que tiene talento. Su cabeza es blanca; sus ojos dulces y la cara rosada. En verdad, es inteligente. Kerchman es un pesimista, un doloroso, un atormentado. El es el único que no cree en la revolución ni en los revolucionarios. Los odia, los desprecia, los compadece. Kerchman se ha ido lejos, muy lejos. Quizás a pie, cantando una lamentación de las que oyó en las estepas.Ya se inició el nuevo día y estoy en la calle. A eso de las 10 me encuentro con Boris Goldman, un muchacho de cara pequeña y movimientos bruscos. Toca el piano y está componiendo una sinfonía para mil músicos. Es un muchacho que, según el padre de mi amigo Alberto Berg, tiene mucha memoria; entonces es posible que no se olvide de componerla. Me habla y se me ocurre no contestarle. Se va disgustado. Ahora resuelvo, no sólo no comer ni dormir, sino también no hablar más. ¿Y para qué es, pues, mi lenguaje de los dioses? Soy el Super-hombre; el Mesías.Después he visto a Berman, al padre de Berman, un hombre silencioso y bueno. Me habla y no le contesto. Encuentro a Soria, a Pardo, y a Muñoz, un muchacho anarquista con todos los defectos de tal; y encuentro a Tartessi. Todos me hablan y no les contesto. No debo hablar más el lenguaje vulgar y tonto. Soy, pues, el Super-hombre.Llega la noche. Recuerdo unos terribles golpes sobre mi cuerpo, una comisaría, gritos, cantos, ¡qué se yo!.... Ah, es verdad, estoy en la casa de mi padre Jaime Berg. El me había abandonado en Rumania; una de esas cosas que ocurren en el mundo: un devaneo, un amorcillo. Samuel Lejtman no es mi padre; él sólo me ha criado. Mi madre adoptiva me sacó de la cuna. Con razón la que yo creía mi madre no tuvo hijos durante nueve años. Por eso me adoptaron. Todo termina bien. Estoy en la casa de mi padre Jaime Berg, mi verdadero padre. Pero a las tres de la tarde vamos a lo del psiquiatra José Ingenieros, a discutir posiciones revolucionarias. Veremos cómo se resuelven. Nos acompañan Samuel y Alberto; yo voy con mi padre Berg.Entramos a lo de Ingenieros. Le hacemos unas señas misteriosas que comprende y contesta. Ya sabe quién soy y quiénes somos. Nos despedimos. Al despedirme pego un golpe con el pie, y grito:-¡Yo soy el Cristo Rojo!Ingenieros me golpea el hombro, diciendo:-Epa, amigo, aquí no se grita.Está bien, comprendo, es una orden parta las barricadas. Salimos. Toda la ciudad arde. Es el gran día. Pasamos por la escuela Roca. Oigo cantar el himno de los trabajadores. Veo piedras rojas: barricadas. Grito:-¡Viva la revolución social!-No grites- me interrumpe papá Berg.Bueno, la revolución está hecha.Hemos vuelto a la casa de mi verdadero padre. La casa está en silencio y triste.-Ahora, a dormir-me dice mi “verdadero padre”, que me lleva al cuartito donde duerme Alberto. Allí me desnuda y me hace acostar en una cama plegadiza. El cuartito es oscuro. Hay muchos baúles. No hay dónde moverse.-A dormir, a dormir-me dice por última vez y se va, bajando una escalerita de hierro.Ya no oigo sus pasos. Duermo. A los pocos minutos me despierto, y me siento sobre la cama. Hace un calor insoportable. Tengo toda la sangre en la cabeza.-¿Dónde estoy?-pregunto.Nadie me contesta.-¿Quién me ha traído aquí?-vuelvo a preguntar.Anoche me pegaron en la comisaría, recuerdo; aquí tengo algo, adentro, en la cabeza. Me pesa y no me pesa. Todo es rojo. Veo mal, distingo mal las cosas. Vuelvo a acostarme, pero no me duermo.Viene mi verdadero padre y me dice:-Tienes que tomar esto- y me ofrece un líquido en una cuchara.-No, no quiero.-Toma, toma, te lo manda Ingenieros.Miro el líquido que contiene la cuchara. Es rojo. Ah, si, debe de ser una receta “bolchevike” que me manda Ingenieros. Pruebo; es dulce. ¡Qué porquería! Ingenieros debe de haberme “tomado el pelo”. Ingenieros es una bestia. Debe de ser la cuchara que se les da a sus iniciados de “La Siringa”.-Bueno, a ver si por fin te duermes- me dice papá Berg.Duermo un rato. Oigo la voz de mi hermano que está abajo. Mi verdadero padre le pregunta a mi hermano David:-¿Tenía muchos amigos?-Yo no sé. Creo que sí. Del que siempre hablaba era de Berman. Berman de aquí Berman de allá. Para él no había mejor amigo que Berman.Hablan de mí como si hubiera muerto. Vuelvo a dormir unos minutos.Abajo hablan dos mujeres; la señora de mi verdadero padre y una que, por la voz, se me figura que está vestida de luto.Dice la señora de luto:-Y bien, ya que murió, que en paz descanse. ¡Qué lástima! Tan joven…-Murió anoche. ¡Qué se va a hacer!-añade la señora de mi verdadero padre.De manera que estoy muerto. He muerto anoche. La paliza que me dieron era para hacerme desencarnar. Ahora lo comprendo todo.Oigo llorar a mi amigo Alberto. Verdaderamente estoy muerto. Me consuela, no obstante, pensar que estoy vivo, que la inmortalidad del alma es un hecho. Estoy flotando en el cuarto.A media noche veo que mi hermano David está cerca de mi cama. Me está velando. Me duele el estómago. Bajo las escaleras. Vuelvo a subir.-¡Jé! Mi hermano no se ha dado cuenta.Ha estado velando mi cadáver. Ha bajado, y ha vuelto a subir “mi fantasma”.Duermo. Me despierto preguntando por Rosa, una amiga mía.-Yo soy David y no Rosa. Duerme –me contesta mi hermano.¡Qué raro es todo! Este cuarto suspendido en el aire, no sé cómo, se sostiene. Los baúles son sospechosos. Ah, si: uno es para mí; y el otro es parta Alberto. Nos vamos en aeroplano a Moscú, porque el gobierno de aquí nos persigue. No, me iré con mi “padre”. El no se llama Berg; él es Trotski. Va y viene de Moscú cuando le place. Yo soy Lenin. Ahora todo se explica, se aclara.De mañana viene a verme la señora de mi padre. Me habla con dulzura y me “ceba” mate.-¿Está bien el agua? –me pregunta.-¡Más caliente! –le contesto.-Bueno, voy a calentarla.Al rato vuelve.-Y ahora, ¿le gusta?-¡Más caliente! –le grito.-¡Pero, si está hervida!-¡Más caliente, más caliente! –le grito repetidas veces, lanzando terribles carcajadas.Ella se va, o no se cómo desaparece. Todo pasa como en un sueño. Los dioses están contándome un cuento shakesperiano.Sobre la mesa de mi cuarto hay una lamparita azul con el tubo roto. Reconozco la lamparita; Samuel Lejtman me la tiró una vez, porque nos enfadamos….Instantes después viene Samuel. Me limpia la cara con un pañuelo que huele a tabaco, a miseria, a no sé qué.-¡Fuera, fuera!- le grito.Él llora, llora como un niño.Vuelve a acercárseme; le doy un puñetazo. Se va.Después viene Neje, la que me ha criado, mi madrastra.-¡Fuera! Tú quieres plata, sólo quieres plata.Ella llora. Aquí todos lloran. Todo el mundo llora. Se va. Este cuento de los dioses es muy triste. Es como la vida…..Luego sube Rebeca, que viene con la sirvienta; pero no es la sirvienta, es Luisa, una amiga de mi infancia, que hace diez años que no veo y que ha venido de Norte América a visitarme. No, es Lina, una amiga mía de Mendoza. No, es Octavia. Rebeca me da los buenos días y se va. Se va Luisa o Lina u Octavia. Lina se parece a Cristo. Es rubia; tiene ojos azules. ¡Cómo cambia el tiempo hasta las finosomías!Ya no están en mi cuarto. Se han ido. Se oye sonar el piano. Mi padre grita. Es la hora de comer. Alberto llora. No comprendo. La voz de Samuel me dice:-Israel, ¿quieres comer con nosotros?-No. Yo no bajo. ¡Yo subo! ¡Vivan las alturas!-Mire, Berg. Nuestros hijos, nuestros, ya no son judíos; no nos sabrán rezar el “Kadisch”-le oigo decir.-¡Cómo! ¿No dijiste tú que cuando murieras te levantarías de tu sepulcro para rezarte tú mismo el dichoso “Kádisch”? –le digo.Todos ríen.Ahora duermo. Duermo profundamente. Estoy en el Egipto. Me han encerrado en la Esfinge. Debo colgarme de los anillos de Saturno para salvarme. Ya estoy colgado. Soy un caldeo que observa las estrellas.Ya estoy en el espacio. Los anillos de Saturno me han salvado. ¡Qué lejos está la tierra! ¿De qué encarnación me acuerdo? Estoy saturado de una luz azul. Sólo me falta la escala de Jacob. Me he salvado. Mi salvación es eterna. ¡Cómo canta el mar, un mar que debe estar lejos, entre unas nieblas de ensueño!Ha pasado tiempo, mucho tiempo. ¿De qué? No recuerdo. ¿Para qué ha pasado el tiempo? Ya es tarde para volver, pero volver, ¿a dónde volver? No lo sé.Deben de ser las dos o tres de la tarde. Me despierto para dirigir las barricadas.-¡Yo soy el Cristo Rojo! –grito azuzando al pueblo enloquecido.Desde aquí veo que Enriqueta Gómez lleva la bandera roja. Estamos en la plaza.Dirijo la batalla. Hay olor a pólvora. Suenan las ametralladoras. Pisoteo y grito como un endemoniado.Estoy otra vez en cama. Me han herido. Estoy agonizando. Viene a verme un médico. El médico me examina. Según parece, no sabe lo que tengo.Ahora está a mi lado Alberto, que escucha mis aventuras.-¿Te acuerdas?, me caí al agua, allí, cerca de la Asunción… Me salvó Tomás Mendoza, un militar, camarada del coronel Jara. Me sacó del agua por los cabellos. Mi canoa chocó contra un vapor. ¿Cuándo trajeron mi cadáver?Alberto se desternilla de risa. Me habla de no sé qué cosa. Pero ahora descubro que yo estaba equivocado. Alberto Berg soy yo; él es Israel Lejtman. Yo tengo esa enfermedad del corazón; yo uso lentes; yo soy gordo; yo soy hermano de Rebeca. Yo he estado esperando que mi madre volviera de Europa, donde la ha sorprendido la guerra. He llorado mucho, mucho por ella. Me saco los lentes y los limpio. Me los vuelvo a poner. Israel Lejtman se va.Ya es de noche. Sube mi “padre”.-Vístete –me dice.Y él mismo me viste.-Vienen a buscarte unos amigos en auto.-Será Pardo –pienso.Estoy vestido con mi traje negro. Mi “padre” no encuentra mis zapatos.-Vamos así, no importa. Total vas en auto.Abajo veo un bombero. Una lamparilla eléctrica brilla en la joyería. El bombero está acompañado de dos amigos que han venido del puerto de Murtinho, del Brasil.Le grito a uno:-¡López!-¡Wilhelm!Me abrazan y me llevan fuera. Subo a un auto. En el pescante se sienta Israel Lejtman. Mi padre Berg se va. Creo que llora. Se cierra la puerta de la joyería. La ciudad tiene mucha sombra. Todas las sombras de la ciudad se mueven, se contraen. Canto trozos de ópera. Los tranvías se detienen al paso de nuestro auto. Por una larga avenida entra la ciudad de Asunción del Paraguay. De pronto el auto se desvía…Pienso: “Nos han traicionado. ¿Quién? no lo sé”.Estamos en el manicomio.-¡Oh, miren, un loco! –grito señalando a un sujeto. Esta es la casa del loco Cabred. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal.El auto se detiene. Me bajan teniéndome de las dos manos.Dice un policía:-Aquí traemos a un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece del mal de la anarquía.En la puerta hay dos loqueros. Un médico ordena, tranquilamente:-Pásenlo.Me desvanezco. Estoy muerto…Pero a media noche….

sábado, 28 de noviembre de 2009

Sergio Pujol. ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO



ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO

Las letras y el espíritu de Enrique Santos Discépolo, savia y fervor de Buenos Aires, han ejercido una telúrica influencia sobre mi vida y mis ideas, porque mi infancia, adolescencia y juventud se nutrieron y tuvieron permanencia histórica en el perímetro rioplatense gracias a la presencia y conducta ejemplar de Discepolín, aguantando los embates de los cagatintas "democráticos y progresistas". Al igual que a Leopoldo Marechal...

"Cambalache" y todas sus otras letras de la época constituyen el cántico de los vencidos y los marginados del sistema, y no podían faltar en esta historia porque es mi “credo” histórico y el de Ale Aspis, el personaje de mi novela cuya segunda parte estoy borroneando. Hablar sobre el universo rioplatense de los años 30 al 60 sin la figura de Discepolín es como hacer una recopilación de cantores de tango omitiendo a Carlos Gardel. Andrés Aldao.

Sergio Pujol

La filosofía en moneditas

Hace unos años, en su ensayo Les assassins de la mémoire -un agudo estudio sobre el revisionismo neonazi en la Europa contemporánea-, el escritor francés Pierre Vidal-Naquet reprodujo la letra de "Cambalache", el tango emblemático de Enrique Santos Discépolo. ¿Una cita descabellada? ¿Acaso un rasgo de exotismo de un intelectual en busca de oxígeno fuera del ámbito de la cultura europea? Según lo confesaría el autor, Discépolo cayó en sus manos a través de unos amigos latinoamericanos. Y él decidió incluirlo en un libro que nada tenía que ver con el tango. La imagen del cambalache como escenario del azar insolente, de la confusión de valores y la desacralización le pareció la más adecuada para sellar su texto de denuncia. No fue aquella la primera vez que la obra de Discépolo despertó interés en el campo del pensamiento. El español Camilo José Cela lo incluyó entre sus poetas populares preferidos y Ernesto Sabato no ha dudado en identificarse con la filosofía pesimista de quien supo escribir en "Que vachaché": "El verdadero amor se ahogó en la sopa". Muchos años antes de estas reivindicaciones, los poetas lunfardos Dante A. Linyera y Carlos de la Púa definieron a Discépolo como a un autor "con filosofía". Otro escriba de Buenos Aires, Julián Centeya, al reseñar unos de sus filmes, habló de "filosofía en moneditas", a la vez que arriesgaba una analogía -sin duda desmedida- entre Discépolo y... Carlitos Chaplin. A diferencia de otros creadores populares que desplegaron su talento de modo instintivo y un tanto naif, para luego ser reivindicados por futuros exégetas, Discépolo fue siempre consciente de sus aportes. Podría incluso asegurarse que toda su producción artística está articulada por estilo común, un cierto aire o espíritu discepoliano que la gente reconoce inmediatamente, con afecto y admiración, como si su obra -más de una vez definida como "profética"- expresara el sentido común de los argentinos. La singularidad de Discépolo sigue inquietando, tanto dentro como fuera del universo del tango. Mientras la mayoría de sus coetáneos hoy suena extraña para las nuevas generaciones, el hombre que escribió y compuso "Cambalache" persiste, está vigente. O para decirlo con una de sus imágenes preferidas: sigue mordiendo. Enrique se formó viendo teatro de la mano de su hermano Armando, el gran dramaturgo del grotesco rioplatense, y poco después se sintió atraído por las artes populares. Llegó al tango después de haber probado, con suerte dispar, la autoría teatral y la actuación. En 1917, debutó como actor, al lado de Roberto Casaux, un capo cómico de la época, y un año más tarde firmó junto a un amigo la pieza Los duendes, mal tratada por la crítica. Luego levantó la puntería con El señor cura (adaptación de un cuento de Maupassant), Día Feriado, El hombre solo, Páselo cabo y, sobre todo, El organito, feroz pintura social bosquejada junto a su hermano, al promediar los años 20. Como actor, Discépolo evolucionó de comparsa a nombre de reparto, y se recordaría con entusiasmo su trabajo en Mustafá, entre muchos otros estrenos. Si bien los mundos del teatro y el tango no estaban divorciados en la Argentina de Yrigoyen y Gardel, la decisión de Discépolo de convertirse en un autor de canciones populares fue resistida por el hermano mayor -Armando se había hecho cargo de la educación de Enrique después de la temprana muerte de los padres-, y no puede decirse que las cosas le hayan sido fáciles al debilucho y tímido Discepolín. Una tibia influencia familiar (Santo, el padre, fue un destacado músico napolitano establecido en Buenos Aires) puede haber sido una primera señal hacia el arte combinado de la organización sonora y la letrística, pero la revelación no fue inmediata. Por el contrario, tanto el insípido "Bizcochito", su primera composición hecha a pedido del dramaturgo Saldías, como el notable y revulsivo "Que vachaché", editado por Julio Korn en 1926 y estrenado en un teatro de Montevideo bajo una lluvia de silbidos, fueron un mal comienzo, o al menos eso se creyó en el Buenos Aires que aclamaba los tangos de Manuel Romero, Celedonio Flores y Pascual Contursi. La suerte del obstinado autor cambió en 1928, cuando la cancionista Azucena Maizani cantó en un teatro de revistas "Esta noche me emborracho", un tango de ribetes horacianos (por el Horacio de las Odas) y tópico netamente rioplatense: aquella vieja cabaretera que el tiempo trató con impiedad. Días después del estreno, los versos de aquel tango circularon por todo el país. Los músicos argentinos de gira por Europa lo incluyeron en sus repertorios, y en la España de Alfonso XIII la composición gozó de gran popularidad. Había nacido el Discépolo del tango. Ese mismo año, la actriz y cantante Tita Merello retomó el antes denostado "Que vachaché" y lo puso a la altura de "Esta noche me emborracho". Finalmente, 1928 sería el año del amor para un intelectual cargado de inseguridades. Tania, una cupletista española radicada en Buenos Aires que se revelaría como una muy adecuada intérprete de sus tangos, acompañaría a Discépolo el resto de su vida. En una época en la que la autoría y la composición estaban claramente diferenciadas en el marco de las industrias culturales, Discépolo escribía letra y música, aunque esta última era imaginada con apenas dos dedos sobre el piano, para luego ser llevada al pentagrama por algún músico amigo (generalmente Lalo Scalise). Esta capacidad doble le permitió a Discépolo trabajar cada tango como una unidad perfecta de letra y música. Con un agudísimo sentido del ritmo y de la progresión dramática, con un gusto melódico impecable (Carlos de la Púa lo definió como un "Pulgarcito Filarmónico"), Discépolo se las ingenió para hacer de sus breves y muchas veces violentas historias una auténtica comedia humana rioplatense. Abandonó gran parte de la influencia modernista que hacía estragos en otros letristas (Rubén Darío fue el héroe literario de cientos de poetas argentinos, durante muchos años) y tradujo al formato "menor" de la canción ciertas ideas dominantes de la época: el grotesco teatral, el idealismo crociano, el extrañamiento pirandelliano... La proliferación de ideas en cada letra hallaba en el humor socarrón y en el lirismo de la música un cierto equilibro, una compensación sensorial, un modo de "decir cosas" en y a través del tango. Ningún otro autor llegaría tan lejos. Desde luego, el hecho de que Carlos Gardel grabara casi todos sus primeros tangos ayudó en gran medida a la difusión y legitimación de Discépolo como autor y compositor de un género lleno de autores y compositores. En ese sentido, la versión gardeliana del 10 de octubre de 1930 de "Yira yira" figura entre los grandes momentos de la música argentina. La intensidad de la grabación, en la que no hubo recursos teatrales especiales y el cantante evitó todo énfasis innecesario, está dada por la inmediatez de la expresión gardeliana. No hay preámbulos instrumentales que familiaricen al oyente con el material, más allá de una apretada introducción de los guitarristas que exponen el estribillo con los trémolos y fraseos de bordonas típicos de los acompañamientos de la época. La línea melódica, con sencillez engañosa irrumpe de golpe, con una fuerza que excluye la queja. "Yira yira" fue escuchado e interpretado como una denuncia cargada de escepticismo. El militante ridiculizado en "Que vachaché" vuelve a la carga, pero esta vez respaldado por una crisis material profunda. Ahora, el "engrupido" que se resistía a creer que "el verdadero amor se ahogó en la sopa" ocupa el lugar de la voz cínica. Los principios han sido trocados por la realidad. Es el triunfo del descrédito, pero ya sin el cinismo - y mucho menos el grotesco- de unos años antes. El personaje de "Yira yira" confió en el mundo, y este lo defraudó. Como en otros tangos de Discépolo, la letra cuenta una "caída", un desalmado amanecer: ya no hay espacio para el engaño y la impostura. (Desde esta perspectiva, no están del todo equivocados quienes han visto en Discépolo a un moralista decepcionado por la modernidad, aunque tal vez sea mucho más que eso). La línea que empieza con "Qué vachaché" y madura en "Yira yira" se continúa en los tangos "Qué sapa señor" y, en 1935, "Cambalache" Pero no es este el único "estilo" del arte compositivo de Discépolo. Este supo ser romántico en el vals "Sueño de juventud", burlón en tangos "cómicos" como "Justo el 31" y "Chorra", expresionista en "Soy un arlequín" y "Quién más, quién menos", pasional en "Confesión" y "Canción desesperada" y un tanto nostálgico y elegíaco en "Uno" y "Cafetín de Buenos Aires", ambas creaciones escritas conjuntamente con Mariano Mores. No fue tan prolífico como Enrique Cadícamo, y una parte considerable de sus creaciones carece de interés. Es indudable que la variedad musical de Discépolo tuvo que ver con sus inquietudes teatrales y cinematográficas. Su puesta de "Wunder Bar" y sus películas más conocidas - "Cuatro corazones", "En la luz de una estrella"- dieron a conocer canciones -algunas casi olvidadas- que el director y actor escribió con su sentido "programático". Enrique Santos Discépolo nació en el barrio porteño del Once, el 27 de marzo de 1901, y murió el 23 de diciembre de 1951, en el departamento céntrico que compartía con Tania. Su compromiso con el peronismo, hecho público a través de su breve y fulminante participación en un discutido programa de radio, lo distanció de varios de sus viejos amigos. Dos años después de su muerte, cuando las trincheras políticas ya no lo necesitaban pero varios de sus tangos seguían golpeando en la conciencia colectiva, Discépolo fue recordado por el escritor Nicolás Olivari en una nota memorable. Allí Olivari aseguraba que el autor de "Yira yira" había sido el perno del humorismo porteño, engrasado por la angustia. En cierto modo, aquella era una definición discepoliana.

Sergio A. Pujol es historiador y crítico musical. Entre otros libros, publicó "Discépolo. Una biografía argentina" (Emecé, 1997).

viernes, 27 de noviembre de 2009

WASHINGTON BENAVIDES: POETA, TROVADOR, MÚSICO



WASHINGTON BENAVIDES: POETA, TROVADOR, MÚSICO

Washington Benavides (Tacuarembó, 1930). Profesor de Literatura en Enseñanza Media y Universitaria. Profesor de Arte y Comunicación, conductor de programas de música popular en CX 30 Radio Nacional; traductor de Guimarães Rosa, Oswald de Andrade, Carlos Drummond de Andrade, Affonso Romano de Sant'Anna, Gregorio de Mattos y otros; crítico literario, especializado en Horacio Quiroga y poesía joven. Algunos de sus poemarios premiados: El Poeta (1959), Poesía (1963), Las milongas (1965), Los sueños de la razón (1967), Poemas de la Ciega (1968), Fotos (1986), Lección de exorcista (1991), La luna negra y el profesor (1994). Entre su labor crítica aparecen: Cuentos escogidos de Horacio Quiroga (1978), Los «Zoo» de João Guimarães Rosa. Han grabado textos y/o canciones de su autoría (entre otros) Zitarrosa, D.Viglietti, E.Darnauchans, Larbanois-Carrero, E.Rodríguez Viera, Los Olimareños, N.Moraes, W.Carrasco. ‘De tanto en tanto veo al "Bocha" Benavides por esas calles de Montevideo: con su estampa de "urraca valerosa" como un Dylan de Tacuarembó, con su eterna gabardina atravesando la llovizna gris de la ciudad, con carpetas y papeles debajo de un brazo, y con el Darno bien adentro del corazón.
Salud Maestro!! (Jorge Pena).
Sus primeros estudios de guitarra los realizó con Ricardo Rodríguez Cruz y con Domingo Alvarenga del Conservatorio Municipal de Tacuarembó y en
Montevideo con Hugo Mondada y Cedar Vigletti. Posteriormente se dedicó totalmente a la música popular desde su calidad de cantante y compositor.[1]
Washington Benavídes, Carlos Benavídes, Eduardo Darnauchans, Eduardo Larbanois, Eduardo Lagos, José Carlos Seoane, J. A. Salgueiro y Pablo Benavídez, varios de los cuales integraron el movimiento cultural uruguayo llamado "Grupo de Tacuarembó".
Con sus primeras incursiones musicales a nivel profesional a principios de 1970, pasa a integrar el llamado "
Grupo de Tacuarembó", el cual nucleó a una generación de artistas de distintos géneros, como músicos, poetas y escritores, entre los que se encontraban Washington Benavides, Numa Moraes, Eduardo Darnauchans, Eduardo Larbanois, Carlos da Silveira, Eduardo Lago, Julio Mora, Enrique Rodríguez Viera, Víctor Cunha, Eduardo Milán y Tomás de Mattos, entre otros.[2]
En 1973 y también en 1974 obtiene premios en el Festival Folklórico de Durazno. Ese mismo año recibe el Primer Premio en el Certamen de Canto de Paysandú y graba su primer larga duración, titulado "Soy del campo". En ocasión de presentar este disco, Alfredo Zitarrosa escribió:
Carlos Benavides pertenece al bien llamado "Grupo de Tacuarembó", que lidera nuestro querido poeta oriental Washington Benavides y que a la fecha ha lanzado a la fama intérpretes y creadores de genuino cuño campesino, inconfundibles por su estilo como Numa Moraes y Eduardo Darnauchans.
[3]
También en el Festival de Durazno recibe en 1981 el "Charrúa de Oro".[4] Otro galardón recibido fue el "Palenque de Oro" en el Festival de Tala en Canelones.
Junto a su tío Washington Benavides es el coautor de muchas canciones, entre las que se cuentan "Como un jazmín del país" y "Guitarrero viejo". Con él editó en
1983 el disco "Benavides y Benavides", así como también varios discos colectivos, como "Amigos" y "Las milongas". Ha participado asimismo como guitarrista de Carlos María Fossatti, Los lugareños y Julio Mora, entre otros.
Con nueve canciones, es junto a Numa Moraes el músico que más fue grabado por Alfredo Zitarrosa. Entre otros intérpretes de sus temas también se puede encontrar a
Santiago Chalar, Carlos María Fossati, Grupo Vocal Universo, Sanampay, Soledad Pastorutti, Julio Mora, Omar Romano, Numa Moraes, Larbanois - Carrero, Yamandú Palacios, Nacha Roldán, Carlos Garbarino, Washington Carrasco, Víctor M. Pedemonte, Pablo Estramín, Los del Yerbal y Eduardo Darnauchans.[1]
Ha brindado recitales en varios países del mundo, entre los que se cuentan Alemania, Argentina, Brasil, Chile, Cuba y Rusia


A Bernart de Ventadorm en 1963

Bernart de Ventadorn: cómo de pronto envidio tus canciones

-si Leonor de Aquitaniau otra olvidada dama, templaron a las cuerdasde tu fino instrumento-.

Pero aún más, todavía

la estrofa con el puro fucilazo de oro

del instante:

«Can vei la lauzeta mover

de joi sas alas contra 'I rai,

e que s'oblid'e's laissa chazer

per la doussor c'al cor li vai...».
Esa alondra, que mueve con alegría sus alas

contra el rayo del sol y que se desvanece

y se deja caer, por la dulzura

que al corazón le llega, cómo empuja

ojos y frente oscuros a lo alto!
Triste país es éste, Bernart, cuando sentimos

que antes de la agonía aspiramos a sombras;

cuando desconocemos al caído,

cuando vemos sin ver la miseria y la costra.
Y tú con esa alondra para alumbrar la vida!
(Y de un oscuro origen, en duro tiempo hiciste brotar el agua limpia)

Trobar clus = luz guardada.
Sangraste, trovador, en tu alambique

donde se destilaban rimas y neoplatónicas

veladuras.

Pero te sobrevive lo esencial:el alma.

El alma o su armadura

en una alondra.
Miro el cielo del triste país, Bernart, que amo,

y acaso estén ahí -como una dura prueba

del tiempo y su alevosa espoleta- maquinarias

fatales y con alas de ángeles o «lauzetas»...

Una alondra es preciso, Bernart de Ventadorn, ahora!

Anda un amigo en medio de la noche...
Anda un amigo en medio de la noche.

Han cerrado los bares. Las persianas

de acero bajaron con estrépito. Los gatos

deslizan apetitos. Anda la luna

por ahí, velada. Pasan coches y luces;

sobreviene, después, un silencio

que mueve la plantita en la cornisa;

silencio que hace un chambelán

de un grillo -del canto de ese grillo-.

Anda un amigo en medio de la noche.

No lo conozco. Y él no me conoce.

Andamos cerca o lejos, nos cruzamos

-acaso- en una calle. Compartimos

un ómnibus, un cine, un banco de una plaza.

Anda un amigo y ando yo que soy amigo

de ese hombre. En órbitas distintas

-nunca ajenas-. Pero vamos a hallarnos.
En medio de la noche o con la aurora

de rosados dedos, vamos a hallarnos.

Y tenemos que estar preparados a ese encuentro.

Por ahora, susurra el viento oscuro,

graznan letreros viejos y el grillo mete lima.Ya no pasan los coches. Pasan restos de diarios

y un cartel liberado zapateando en el polvo.

Estoy seguro. Nos encontraremos.

De "Murciélagos" 1981

Canción de los lentes

El poeta envejece.

No ve la línea,

la delgada silueta

que, antes, veía.

La escritura le baila

una polkita;

se le van los matices,

las golondrinas.

Pero se puso lentes

y oh maravilla

se dibujaron netas

las golondrinas.

Apareció de nuevo,

-la delgadiña-

aquella del romance,

palabra limpia...

Los tipos de su máquina

la tinta china

por más que los limpiaba no aparecían...

Se arrimaba a la hoja

cuanto podía,

su nariz borroneaba

la letra fina...

Pero se puso lentes

y oh maravilla

volvieron las "corrientes"

las "cristalinas"...

Y releyó a Pessoa

y a Carlos Williams

y anduvo con Sabines

por la cornisa...

Ahora es un "cuatrojos"

es un "lenteja "pero ve lo que escribe

y lo que piensa.

De "Finisterre" 1986


confusa exaltación y representación de la dama
a Nené
-«Estás igual..» No. -Claro que envejeces; -horrible fuera:

sola y detenida, mientras brotan y siegan a las mieses,

y el tren se va y el corazón trepida...
«Si universo y si tiempo nos sobrara...»

-Lo dijo Marvell- en un nomeolvides

si «La púdica amada» titubeara... Ronsard lo reiteró y hoy Benavides.
No temo por la pérdida segura

de aquella perfección, de aquella cara, porque no es eso lo que al fin perdura.
Old Ezra bien lo supo. Rememoro

su lección (aunque tiemblo al deterioro): «Si universo y si tiempo nos sobrara»...

De "Poesía" 1959-1962


SONETO DE FINAL DE MILENIO


Farai un vers de dreit nien

Guilhem de Peitieu ¿Pensando en nada? La escopeta abierta;

bajo un «sombra de toro», el cuerpo acedo

vuelto una piedra más de la de Haedo.

Un mirlo canta: el corazón despierta

y late más tranquilo. No es la yerta

aceptación del tiempo y de su miedo.

Es descubrir que se abre alguna puerta

y que esta vida importa más que un bledo.

Como Guilhem, no haré un verso de nada.


Pensar en nada es como un grabador

abierto y al acecho del instante.

Es no asociarse con la mascarada

y expresarlo temblando. Con temblor

de viva lágrima. No de diamante.

SONETO BOGOTANO


Envase de poesía provisorio

que está a la venta con rótulo falso; un condenado que ama su cadalso, un pobre mago en un mundo ilusorio. Un tardío invitado del jolgorio; en noche de San Juan, ateo y descalzo; un abogado, ya sin escritorio, y que no encuentra su testigo falso. Con estas credenciales, me presento. Y el agente de turno de la Aduana

entre los libros, busca un documento, una bolsita, leve como el viento: polvos de amor para Fata Morgana; otro terrón de un mundo polvoriento..

SONETO ELEGIACO


Diálogo con mi propia negación

Murilo Mendes

De este supermercado XX al filosólo me cabe susurrar: «saudade»;

del «poliedro» y la musa de Murilo, de Carlos Drumond y de Sousândrade...

De Malevich y el «blanco sobre blanco»

y de los pericones de Figari; de Josefina Baker y su flanco

y la arena cambiante de un safari...

De ser un niño cuando «Las Brigadas».

Del fútbol juvenil, lejano ya...

De no encontrarme cuando «Las Patriadas». De no haber puesto más pasión en todo; pese a la llama, pese al mismo lodo

de Adán, Erdosain y el Señor K..

SONETO DOS AL BORDE DEL MILENIO


¿Cómo te sientes, entre tantas cosas, súbitamente, vueltas diferentes? Mas, tú no las cambiaste. Si, ominosas o justicieras, descubrieron dientes, mordiendo, líderes o presidentes; ayer cantados bajo palio y rosas. Hablo de corazones y de gentes, de muros derribados y de prosas. Pero ¿están derribados esos muros? Mozos de pelo al rape, con cadenas, al extranjero invitan al infierno; las esvásticas vuelven a los muros, arden las sinagogas y colmenas.. ¿Y tú, cómo te sientes, Posmoderno?

CONFUSA "EXALTACIONY REPRESENTACION DE LA DAMA

a Nené


«Estás igual..» No. -Claro que envejeces; -horrible fuera: sola y detenida, mientras brotan y siegan a las mieses, y el tren se va y el corazón trepida...

«Si universo y si tiempo nos sobrara..» -Lo dijo Marvell- en un nomeolvides

si «La púdica amada» titubeara...

Ronsard lo reiteró y hoy Benavides. No temo por la pérdida segura

de aquella perfección, de aquella cara, porque no es eso lo que al fin perdura.

Old Ezra bien lo supo. Rememoro

su lección (aunque tiemblo al deterioro): «Si universo y si tiempo nos sobrara»..

TERCER SONETO AL BORDE DEL MILENIO


Si considero que la vida es dura

¿cómo nombrar a Zaire o Sarajevo? Alimentando el mítico «hombre nuevo»

cuando la hambruna es una reina impura.. Almácigos de muerte: el niño negro, parias de Benarés, narcos de Cali, P.P. de Río, nínfulas de Bali, en este puzzle en que me desintegro...

Un «Duérmete mi bien» canta la madre

a su bebé, amparado, todavía...

Otro no sabe ni quien es el padre, ni la que lo parió a este mundo inmundo...

Puedo comer mi pan, beberme el día, pero con ellos -sin piedad- me hundo...

* * * * *

miércoles, 11 de noviembre de 2009

FELISBERTO HERNÁNDEZ - Prólogo de Julio Cortázar

FELISBERTO HERNÁNDEZ

Julio Cortázar
Prólogo a La casa inundada y otros cuentos

A riesgo de provocar la sonrisa de no pocos críticos literarios, pienso que la obra del uruguayo Felisberto Hernández sólo admite ser comparada con la de otro creador situado en el extremo opuesto del mundo latinoamericano que él conoció: José Lezama Lima.
Entiéndase que hablo de subyacencias, de tangencias, de afinidades difícilmente descriptibles. Como el poeta y narrador cubano, Felisberto pertenece a esa estirpe espiritual que alguna vez califiqué de presocrática, y para la cual las operaciones mentales sólo intervienen como articulación y fijación de otro tipo de contacto con la realidad. Al igual que los eleatas, Lezama y Felisberto se conectan con las cosas (porque de alguna manera todo es cosa para ellos, palabras o muebles o pasiones o pensamientos son a la vez tangibles e inefables, sueño y vigilia) desde una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje por obra de la imagen poética, del encuentro no fortuito de la máquina de coser y del paraguas sobre la mesa de disecciones.
Como los eleatas, los sentidos no parecen sometidos a las facultades intelectuales para el proceso del conocimiento, sino que entran y salen de las cosas con el ritmo del aire en los pulmones, y el paso de ese conocimiento a la palabra, a la comunicación, se opera dentro de ese mismo ritmo y con la mínima mediatización posible. A partir de ese contacto sin trabas, todo el resto –descripción, narración, anécdota- se sirve naturalmente de la razón y del discurso, llamados a una labor subsidiaria a la que no están acostumbrados; así la tradición de Occidente ve invertirse cada tanto su escala habitual de valores, con lo cual el resultado es casi siempre el mismo: si pocos parecen haber accedido al mensaje primordial de Lezama Lima en Paradiso, también son poco los que han descifrado la clave profunda y recurrente de los relatos de Felisberto Hernández.
Aquí la analogía cesa, y el resto son felices y vastas diferencias que enriquecen y separan la obra de estos dos grandes narradores latinoamericanos. Solitario en su tierra uruguaya, Felisberto no responde a influencias perceptibles y vive toda su vida como replegado sobre sí mismo, solamente atento a interrogaciones interiores que lo arrancan a la indiferencia y al descuido de lo cotidiano.
No es casual que la abrumadora mayoría de sus relatos haya sido escrita en primera persona (pero Las hortensias, gran excepción, parecería volcarlo igualmente en el personaje central del cuento en lo que toca a las pulsiones más hondas, acaso las más inconfesables dentro del contexto de su ambiente y de su tiempo). Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más -buenos días, Felisberto, ¿cómo te irá ahora, tendrás un poco más de dinero, las piezas de tus hoteles serán menos horribles, te aplaudirán esta vez en los teatros o los cafés, te amará esa mujer que estás mirando?-, en ese reconocimiento que solo ha tomado unos pocos párrafos se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir.
Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla.
La calificación de “literatura fantástica” me ha parecido siempre falsa, incluso un poco perdonavidas en estos tiempos latinoamericanos en que sectores avanzados de lectura y de crítica exigen más y más realismo combativo. Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta “fantástica”; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. El día en que América Latina cumpla su destino revolucionario, cualquiera leerá a Felisberto con la familiaridad que hoy falta en muchos lectores; habremos entrado entonces en una dimensión humana que no necesitará distinguir con artificios retóricos esas zonas de contacto que en escritores como él anuncian la verdadera tierra del hombre y de la vida.
Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar una obra como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran conejo blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar a otra cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea continuamente sobre el piano de Felisberto. Basta leer La casa inundada o Las hortensias para que en el reverso de los párpados asomen las pinturas de Leonora Carrington, de Remedios Varo, de Hans Bellmer, de Paul Delvaux y de Magritte, sin hablar de queridas sombras más remotas, Nerval o Von Arnim. Pero también aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto hubiera sido el primero en rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus epígonos, y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras?
Es bueno recordar que Felisberto vino una vez a París, donde probablemente no vio a nadie; a mí me gusta pensar, con evidente transgresión de la cronología, que si le hubiera dado la gana de encontrarse con sus semejantes, no hubiera buscado la Iglesia del surrealismo sino a Jarry y a Raymond Roussel. Y este último, gran inventor de cuadros vivos, hubiera amado como nadie las muñecas de Las hortensias y las flotantes budineras de La casa inundada, bellas como las altas creaciones de su taumaturgo Canterel.
Para algunos de nosotros, gentes del Río de la Plata, los relatos de Felisberto no cuentan por esas coexistencias que poco le hubieran interesado a él, pero que me parece justo citar para aquellos que van a leerlo por primera vez en España. Lo que amamos en Felisberto es la llaneza, la falta total del empaque que tanto almidonó la literatura de su tiempo. Totalmente entregado a una visión que lo desplaza de la circunstancia ordinaria y lo hace acceder a otra ordenación de los seres y de las cosas, a Felisberto no se le ocurre nunca reflexionar sobre su país, sobre lo que está sucediendo en el plano histórico, y se diría que su mirada se detiene en las paredes que le rodean, sin esforzarse por extrapolar sus experiencias, por entrar en una estructura de paisaje o de sociedad.
Entonces, no paradójicamente aunque algunos puedan pensarlo así, cada uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?
El drama actual del Uruguay está prefigurado en Felisberto como lo está en la obra de Juan Carlos Onetti, otro narrador que prescinde en apariencia de la historia. Nuestras falencias -hablo del Uruguay y de la Argentina como de un mismo país, porque lo son mal que les pese a los nacionalistas-, nuestra fuerza secreta o desaforada, nuestra lenta, perezosa manera de ser frente al destino planetario, toda la hermosura y la tristeza de un patio de casa pobre o de un partido de naipes entre amigos, asoman en esa especie de invencible desencanto que nace de los relatos de Felisberto. Testigo sin ganas, espectador al sesgo, él toca sus tangos para mujeres nostálgicas y cursis; como todos nuestros grandes escritores, nos denuncia sin énfasis y a la vez nos alcanza una llave para abrir las puertas del futuro y salir al aire libre.

Felisberto Hernández
EL COCODRILO

En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios. Desde hacia algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacia el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más animo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.