miércoles, 5 de agosto de 2009

Jorge Edwards: EL IMPOSIBLE ONETTI




El tiempo ha convertido al notable escritor uruguayo en un clásico. La creación de un espacio imaginario, de una ciudad de provincia inconfundible y, sin embargo, inexistente, como Santa María, lo vincula con William Faulkner, un novelista al que admiraba.
A Chile empezaron a llegar ecos del mito de Juan Carlos Onetti en los primeros años de la década del cincuenta. Onetti era el hirsuto, el marginal, el duro y tierno de una literatura latinoamericana de la que todavía no se hablaba. Era, en cierto modo, la posibilidad que todavía no cuajaba de una literatura de todo el continente, o una de las posibilidades más importantes: un precursor oscuro, que muy pocos estaban en condiciones de adivinar. Cuando Ricardo Latcham vivió en Montevideo como embajador de Chile, a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, se dedicó a mandarnos, con un entusiasmo y una pasión extraordinarios, noticias de Onetti y de los demás escritores del Uruguay: Mario Benedetti, Idea Vilariño, Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Angel Rama y algunos otros. Desde un comienzo, Onetti era el mito; los demás escritores y críticos, por así decirlo "normales". Y había, en las cercanías de Onetti, otro fenómeno literario no menos extravagante y casi más secreto: el de Felisberto Hernández. Onetti representaba la gravedad, el pathos , las fuerzas oscuras; Felisberto Hernández, la levedad, la gracia, la fantasía aérea.
Las noticias literarias que recibíamos entonces del resto del mundo latinoamericano siempre eran aisladas, parciales. Supe de las novelas de Alejo Carpentier por una traducción francesa y las comenté en el Café Miraflores o en algún lugar parecido. Acario Cotapos, que había conocido a Carpentier en años de bohemia en París, entre las dos guerras mundiales, me discutió con energía digna de mejor causa. Sostuvo que yo estaba enteramente equivocado, Carpentier no era novelista, ¡era musicólogo! Alguien me dijo por aquellos mismos años, una persona de la familia, que Alvaro Yáñez, o Pilo Yáñez, quien ya solía firmar como Juan Emar, se "sentía peludo" de vez en cuando y se metía a la cama durante semanas y hasta meses. Juan Carlos Onetti, el hirsuto, podría haber dicho lo mismo. Según testimonios coincidentes, vivió buena parte de su vida en cama. Me han hablado de una larga entrevista en la que responde a las preguntas desde la cabecera de su lecho, casi derrumbado encima de la almohada, con un vaso de whisky en la mano. En 1969, en un congreso de escritores celebrado en Viña del Mar, alguien, a las dos de la tarde, me pidió que le avisara que el bus que llevaría a los invitados a un almuerzo en Isla Negra, en casa de Neruda, estaba a punto de partir. A esa hora que los demás consideraban tardía, Onetti seguía en su habitación, muy tranquilo, en bata, frente a la bandeja de su desayuno. Ni siquiera hizo amago de vestirse para unirse al grupo de aquel almuerzo historiado. A mí me resultó claro que no valía la pena insistir. Tenía, Onetti, según mis recuerdos de ese encuentro, una manera curiosa de dejar caer sus opiniones. Se detenía en el camino a los ascensores, a sus espacios privados, y hablaba de costado, como si hablar fuera una pausa, una especie de tregua. Además, quizás sin darse cuenta, por hábito profundo, pero también como de paso, de soslayo, citaba la Biblia.
Cercanías y recuerdos
Al leerlo y releerlo ahora, después de tan largos años, las presencias de Louis Ferdinand Céline y de William Faulkner me parecen notorias, obvias, poderosas, unidas, quizás, a un toque de Franz Kafka y otro de Albert Camus o de Jean Paul Sartre, pero también es sorprendente en su obra narrativa la fuerza de lo popular de su tiempo: el cine de los años treinta y cuarenta, sobre todo en su vertiente policial y negra; la canción francesa, con Charles Trenet, Maurice Chevalier y Edith Piaf, el tango gardeliano, ¡desde luego!, y los ambientes del bajo fondo y de la hípica con toda su leyenda, su conocimiento menudo, su memoria y su drama.
Ahora, de modo retrospectivo, calculo que Juan Carlos Onetti, nacido en Montevideo en 1909, es decir, hombre algo menor que Borges, algo mayor que Nicanor Parra o que los escritores del surrealismo chileno, se encontró con un panorama contradictorio en la literatura narrativa del continente. No era un horizonte demasiado diferente del de mi generación, pero a él le tocó enfrentarlo antes y con menos puntos de referencia. Había una prosa narrativa oficial, consagrada: la del criollismo o regionalismo, que en la región del Río de la Plata había dado resultados tan notables como los cuentos de Horacio Quiroga o el Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Sin embargo, algunos de los cuentos de Quiroga, textos como "La gallina degollada", para citar un ejemplo, apuntaban ya hacia otras direcciones. Y existía, por otro lado, la prosa de vanguardia de Vicente Huidobro o de Macedonio Fernández, la de Martín Adán en el Perú, la de brasileños como Mario de Andrade. Desde sus primeros trabajos, Onetti evitó ambas alternativas, la del criollismo y la de la vanguardia pura, y optó por entrar de lleno en los temas de Montevideo y Buenos Aires.
Descartó la literatura del primer día de la Creación, tema que se nos había impuesto como obligatorio desde los años de nuestro pseudo romanticismo, y fue quizás el primero en descubrir la belleza posible de lo degradado, de lo oscuro, del deterioro de la ciudad y de sus moradores. En otras palabras, la novedad de la prosa de Onetti residió en una paradoja: su visión de lo viejo, de lo erosionado por el paso del tiempo, tema urbano por excelencia y que ya se insinuaba en algunos poemas de Residencia en la tierra (por ejemplo, en "Walking around").
Uno sonríe hoy al ver la apasionada defensa de sus temas que tuvo que hacer Onetti en sus años iniciales. Fue un ensayista interesante, vibrante, que explicaba sus propias elecciones estéticas en las páginas de la revista montevideana Marcha , uno de los grandes órganos de expresión de la literatura nueva de América Latina. No hemos tenido en Chile revistas que sean verdaderos focos polémicos y puntos de apoyo de una manera determinada de escribir, como fue el caso de Marcha en Montevideo y de la muy diferente Sur de Buenos Aires.
Un lugar mítico
El paso a una escritura narrativa contemporánea y que se ocupaba de los mundos nuestros, sobre todo desde una perspectiva de ciudades, fue seguido pronto en Onetti por la creación de un espacio literario propio. No cabe duda de que la lectura de Faulkner lo ayudó a descubrir esta posibilidad.
Yoknapatawpha, el condado imaginario de la obra de Faulkner, coexiste con lugares reales. Es una región ficticia intercalada en el mapa del sur de los Estados Unidos. Memphis está al norte del condado, en el comienzo del delta del Mississippi, el escenario de toda la obra faulkneriana, y Nueva Orleans hacia el sur. La Santa María de Onetti, que ya aparece con toda claridad en una novela de 1950, La vida breve , cumple la misma función que el condado imaginario del autor de Luz de agosto . Es una ciudad provinciana, un espacio cerrado, ocupado por unos cuantos personajes novelescos, y es, en seguida, un mundo novelesco que se encuentra en las cercanías de lugares tan reales como Buenos Aires y Montevideo. Onetti pudo desarrollarse como escritor, con la libertad creativa necesaria, con el factor lúdico indispensable, a partir de la invención de Santa María, esa ciudad de provincia con una plaza, con un río y su puerto fluvial, con un barrio suizo. Es la metáfora de cualquier ciudad de América del Sur, con su carácter provinciano, con su cercanía de algún puerto, con sus barrios de inmigrantes. Encuentro el germen de esta creación de espacios, por lo menos en mi relectura de hoy, en el cuento "Regreso al sur". El texto se abre con la mención de una "zona extranjera que se iniciaba en la calle Rivadavia, y a partir del Carnaval de 1938". Después veremos que la mujer del personaje principal, tío Horacio, lo abandonó alrededor de esa fecha y se fue a instalar en esa parte de la ciudad. El sufrimiento de los celos, con toda su ambivalencia, es uno de los motores de la obra de Onetti. Cuando tío Horacio, en el cuento, se decide a pasar desde el lugar donde ha vivido siempre hasta esa parte de Buenos Aires, el sector donde se ha ido a instalar Perlas, entre toreros y guitarristas, en un ambiente donde se evoca a menudo la guerra de España, los parientes piensan que ya está restablecido. La enfermedad del personaje, por lo visto, no era mortal. Pero el texto, con una crueldad que ya podemos llamar precisamente "onettiana", demuestra exactamente lo contrario. Atravesar las calles tabúes ha sido, para tío Horacio, como atravesar el río de los muertos. Llega a un café típico de Rivadavia, busca una mesa y al poco rato se desploma en la silla, como si el desplazamiento hubiera sido un destino buscado y definitivo.
Hay un cuento de Borges en que el narrador dice que el sur, uno de los grandes espacios imaginarios, míticos, de la narrativa borgeana, empieza después de cruzar una calle del barrio de Palermo de Buenos Aires. Si no me equivoco, se trata justamente de "El sur", un relato en que el personaje encuentra la muerte al final de su viaje. El esquema de "Regreso al sur", el cuento de Juan Carlos Onetti, es curiosamente parecido, a pesar de la gran diferencia de atmósfera, de tono, de perfil de los personajes. El descubrimiento de los espacios ficticios, en Onetti y, por lo visto, en el caso de Borges, sería equivalente a un encuentro con el destino. Parece una coincidencia casual, pero un análisis detallado podría mostrar rasgos constantes en toda la narrativa del Río de la Plata. Siempre podemos encontrar un momento de separación, un viaje brusco y en apariencia gratuito, un encuentro con el destino, con el fin de todo. El mecanismo narrativo ya es visible en el Martín Fierro . Es notorio en muchos de los cuentos de Horacio Quiroga. Por ejemplo, en "La picada". También lo podríamos escarbar en el final de algunas historias de Rayuela , de Julio Cortázar. El "Regreso al sur" de Onetti, donde se describe un gesto de aparente salud, es una entrada en el barrio de los muertos.
En la novela inicial del ciclo de Santa María, La vida breve , los personajes que viven en esa ciudad ficticia, el médico Díaz Grey, Elena Sala, su marido, con sus historias, sus encuentros y desencuentros, sus desplazamientos constantes y a la vez menores, hacen las veces de ficciones dentro de la ficción. Son ficciones al cuadrado. No es extraño, por este motivo, que Brausen, personaje central, con algunos detalles autobiográficos, esté preparando un guión de cine con el que espera salir de la pobreza y que utilizará las vidas y las peripecias de ese trío en el escenario de Santa María. Todo fracasa, desde luego, en los cuentos y las novelas de Juan Carlos Onetti, pero los episodios de Santa María tienen un aire más fresco, más libre, más lúdico, aun cuando los juegos de su obra siempre sean destructivos, mortales.
La relectura
Leer o releer a Onetti en estos días es un ejercicio interesante, más instructivo de lo que se podría pensar a primera vista. Su obra todavía está cerca de nosotros, pero ya es, en el sentido más literal y amplio de la palabra, clásica. Nadie escribiría como Onetti ahora, salvo que lo hiciera como acto deliberado de separación de una supuesta normalidad editorial. Los editores, por lo demás, serían los primeros en oponerse y hasta en escandalizarse. Onetti escribe con una morosidad, con unas penetraciones en situaciones aparentemente menores, con una falta de concesiones, con una complacencia en los detalles, que hoy nadie practica ni se atreve a practicar. Es anacrónico y al mismo tiempo, y por eso mismo, ejemplar. No se puede escribir como Juan Carlos Onetti, y a la vez, si se tiene una ambición literaria auténtica, no se puede escribir de otro modo, con otra actitud frente a la escritura. Desde la perspectiva de hoy, Onetti, el imposible, el hirsuto, es una de las encarnaciones válidas de la literatura entre nosotros, en nuestra región y nuestro tiempo. Es muy difícil estar con él, pero estar contra él es imposible, por más que les pese a los representantes del mercado librero. Onetti nos lleva a terrenos sucios, moralmente contaminados, inquietantes, pero imposibles de eludir. Dos de sus cuentos, "El infierno tan temido" y "La cara de la desgracia", son obras maestras. Tienen algo antiguo, descartado por nuestra pos o nuestra pseudo modernidad, pero podrían servir de punto de partida, por ejemplo, al cine más avanzado de estos días. Las fotografías obscenas de "El infierno tan temido" podrían dar paso, por ejemplo, a escenas ocurridas durante la sesión fotográfica. Serían secuencias terribles y temibles. Y las páginas de la muchacha, que al final del texto sabemos que es sorda, en "La cara de la desgracia", son de lo más plástico, más visible, más intenso de nuestra literatura. El problema es que pocos miran, pocos leen con atención, pocos piensan con ideas propias, sin esquemas y consignas exteriores.
Vicente Huidobro habló en alguna oportunidad de los "esclavos de la consigna". Juan Carlos Onetti habría podido emplear la misma expresión. De hecho lo hizo, pero de otra manera: a través de un ritmo, de una sucesión de metáforas, de una inconfundible escritura. Pasaba de naturalezas muertas bien dibujadas, de miniaturas impecables, de diálogos de periodistas aficionados a la ginebra en dosis mortales y a la hípica, a momentos sombríos, abismales, de gran drama, de narración negra. Las oscuridades de Céline, la sordidez de los rincones perdidos de la gran ciudad, no andaban lejos. Onetti, el hirsuto, el imposible, el arrabalero, es uno de nuestros clásicos más inquietantes y más sugerentes. ●

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