jueves, 23 de julio de 2009

Roberto Arlt: EL JUGUETE RABIOSO (final del 1ºer capítulo, los Ladrones)

Continuación y final del 1ºer. capítulo de EL JUGUETE RABIOSO, ópera prima novelística de Arlt, rebosante de talento que le brota y lo fecunda como el más prominente escritor del Río de la Plata. El nombre de Roberto Arlt, ignorado por el Sur de Victoria Ocampo, fue rara avis en el mundo profesoril, el ilustre analfabeto cuya genialidad (proclamada desde la rosa de los vientos Onettiana) ya nadie puede ocultar, sepultar e ignorar. Orgullo de la literatura argentina, no se trata de adjetivar, loar, genuflexearse ante su nombre... Empero, fue en el círculo urbano rioplatense, en el territorio que va desde la desembocadura del amarronado mar dulce hasta pasando largo la Avenida General Paz, el Puente Alsina, y el Puente Pueyrredón hasta la casa del Astrólogo en Témperley: el reino rante, imaginativo y fabuloso de Roberto Arlt, En la próxima entrega publicaremos íntegro el 2º capítulo, Los Trabajos y los Días. (Andrés Aldao)




...Después, en una confitería lujosa, tomábamos chocolate con vainilla, y saciados regresábamos en el tren de la tarde, duplicadas las energías por la satisfacción del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba en nuestras orejas:
"¡Adelante, adelante!"
Decía yo a Enrique cierto día:
—Tenemos que formar una verdadera sociedad de muchachos inteligentes.
—La dificultad está en que pocos se nos parecen —argüía Enrique.
—Sí, tenés razón; pero no han de faltar.
Pocas semanas después de hablado esto, por diligencia de Enrique, se asoció a nosotros cierto Lucio, un majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse, todo esto junto a una cara tan de sinvergüenza que movía a risa cuando se le miraba
Vivía bajo la tutela de unas tías ancianas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de él. Este badulaque tenía una ocupación favorita orgánica, y era comunicar las cosas más vulgares adoptando precauciones como si se tratara de tremebundos secretos. Esto lo hacía mirando de través y moviendo los brazos a semejanza de ciertos artistas de cinematógrafo que actúan de granujas en barrios de murallas grises.
—De poco nos servirá este energúmeno —dije a Enrique; mas como aportaba el entusiasmo del neófito a la reciente cofradía, su decisión entusiasta, ratificada por un gesto rocambolesco, nos esperanzó.
Como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio, que fue aceptada unánimemente, el Club de los Caballeros de la Media Noche.
Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta, de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones atiborrados de revistas viejas y periódicos.
La puerta del cuchitril se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos rezumaban fango.
—¿No hay nadie, che?
Enrique cerró el enclenque postigo por cuyos vidrios rotos se veían grandes rulos de nubes de estaño.
—Están adentro charlando.
Nos ubicamos lo más buenamente posible. Lucio ofreció cigarrillos egipcios, formidable novedad para nosotros, y con donaire encendió la cerilla en la suela de sus zapatos. Dijo después:
—Vamos a leer el "Diario de sesiones".
Para que nada faltara en el susodicho club, había también un "Diario de sesiones" en el que se consignaban los proyectos de los asociados, y también un sello, un sello rectangular que Enrique fabricó con un corcho y en el que se podía apreciar el emocionante espectáculo de un corazón perforado por tres puñales.
Dicho diario se llevaba por turno, el final de cada acta era firmado, y cada rúbrica llevaba su sello correspondiente.
Allí podían leerse cosas como las que siguen:
Propuesta de Lucio. Para robar en el futuro sin necesidad de ganzúa, es conveniente sacar en cera virgen los modelos de las llaves de todas las casas que se visiten.
Propuesta de Enrique. También se hará un plano de la casa de donde se saque prueba de llaves. Dichos planos se archivarán con los documentos secretos de la orden y tendrán que mencionar todas las particularidades del edificio para mayor comodidad del que tenga que operar.
Acuerdo general de la orden. Se nombra dibujante y falsificador del club al socio Enrique.
Propuesta de Silvio. Para introducir nitroglicerina en un presidio, tómese un huevo, sáquese la clara y la yema y por medio de una jeringa se le inyecta el explosivo.
Si los ácidos de la nitroglicerina destruyen la cáscara del huevo, fabríquese con algodón pólvora una camiseta. Nadie sospechará que la inofensiva camiseta es una carga explosiva.
Propuesta de Enrique. El club debe contar con una biblioteca de obras científicas para que sus cofrades puedan robar y matar de acuerdo a los más modernos procedimientos industriales. Además, después de pertenecer tres meses al club, cada socio está obligado a tener una pistola Browning, guantes de goma y 100 gramos de cloroformo. El químico oficial del club será el socio Silvio.
Propuesta de Lucio. Todas las balas deberán estar envenenadas con ácido prúsico y se probará su poder tóxico cortándose de un tiro la cola a un perro. El perro tiene que morir a los diez minutos.
—Che, Silvio.
—¿Qué hay? —dijo Enrique.
—Pensaba una cosa. Habría que organizar clubes en todos los pueblos de la república.
—No, lo principal —interrumpí yo— está en ponernos prácticos para actuar mañana. No importa ahora ocuparnos de macanitas.
Lucio acercó un bulto de ropa sucia que le servía de otomana. Proseguí:
—El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre fría a uno, que es lo más necesario para el oficio. Además, la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia.
Dijo Enrique:
—Dejémonos de retóricas y vamos a tratar un caso interesante. Aquí, en el fondo de la carnicería (la pared de la casa de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un caserón de la calle Zamudio. ¿Qué te parece, Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?
—¿Sabés que es grave?
—No hay peligro, che. Saltamos por la tapia. El carnicero duerme como una piedra. Eso sí, hay que ponerse guantes.
—¿Y el perro?
—¿Y para qué lo conozco yo al perro?
—Me parece que se va a armar una bronca.
—¿Qué te parece, Silvio?
—Pero date cuenta que sacamos más de cien mangos por el magneto.
—El negocio es lindo, pero vidrioso.
—¿Te decidís vos, Lucio?
—¿La prensa?... y claro.., me pongo los pantalones viejos, no se me rompa el "jetra"...
—¿Y vos, Silvio?
—Yo rajo en cuanto la vieja duerma.
—¿Y a qué hora nos encontramos?
—Mirá, che, Enrique. El negocio no me gusta.
—¿Por qué?
—No me gusta. Van a sospechar de nosotros. Los fondos... El perro que no ladra... si a mano viene dejamos rastros... no me gusta. Ya sabés que no le hago ascos a nada, pero no me gusta. Es demasiado cerca y la "yuta" tiene olfato.
—Entonces no se hace.
Sonreímos como si acabáramos de sortear un peligro.
Así vivíamos días de sin par emoción, gozando el dinero de los latrocinios, aquel dinero que tenía para nosotros un valor especial y hasta parecía hablarnos con expresivo lenguaje.
Los billetes de banco parecían más significativos con sus imágenes coloreadas, las monedas de níquel tintineaban alegremente en las manos que jugaban con ellas juegos malabares. Sí, el dinero adquirido a fuerza de trapacerías se nos fingía mucho más valioso y sutil, impresionaba en una representación de valor máximo, parecía que susurraba en las orejas un elogio sonriente y una picardía incitante. No era el dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos, sino dinero agilísimo, una esfera de plata con dos piernas de gnomo y barba de enano, un dinero truhanesco y bailarín, cuyo aroma como el vino generoso arrastraba a divinas francachelas.
Nuestras pupilas estaban limpias de inquietud, osaría decir que nos nimbaba la frente un halo de soberbia y audacia. Soberbia de saber que al conocer nuestras acciones hubiéramos sido conducidos ante un juez de instrucción.
Sentados en torno de la mesa de un café, a veces departíamos:
—¿Qué harías vos ante el juez del crimen?
—Yo —respondía Enrique— le hablaría de Darwin y de Le Dantec (Enrique era ateo).
—¿Y vos, Silvio?
—Negar siempre, aunque me cortaran el pescuezo.
—¿Y la goma?
Nos mirábamos espantados. Teníamos horror de la "goma", ese bastón que no deja señal visible en la carne; el bastón de goma con que se castiga el cuerpo de los ladrones en el Departamento de Policía cuando son tardíos en confesar su delito.
Con ira mal reprimida, respondí: A mí no me cachan. Antes matar.
Cuando pronunciábamos esta palabra los nervios del rostro distendíanse, los ojos permanecían inmóviles, fijos en una ilusoria hecatombe distante, y las ventanillas de la nariz se dilataban aspirando el olor de la pólvora y de la sangre.
—Por eso hay que envenenar las balas —repuso Lucio.
—Y fabricar bombas —continué—. Nada de lástima. Hay que reventarlos, aterrorizar a la cana. En cuanto estén descuidados, balas... A los jueces, mandarles bombas por correo...
Así conversábamos en torno de la mesa del café, sombríos y gozosos de nuestra impunidad ante la gente, ante la gente que no sabía que éramos ladrones, y un espanto delicioso nos apretaba el corazón al pensar con qué ojos nos mirarían las nuevas doncellas que pasaban, si supieran que nosotros, tan atildados y jóvenes, éramos ladrones... ¡Ladrones!...
Próximamente a las doce de la noche me reuní en un café con Enrique y Lucio a ultimar los detalles de un robo que pensábamos efectuar.
Escogiendo el rincón más solitario, ocupamos una mesa junto a una vidriera.
Menuda lluvia picoteaba el cristal en tanto la orquesta desgarraba la postrera brama de un tango carcelario.
—¿Estás seguro, Lucio, de que los porteros no están?
—Segurísimo. Ahora hay vacaciones y cada uno tira por su lado.
Tratábamos nada menos que de despojar la biblioteca de una escuela.
Enrique, pensativo, apoyó la mejilla en una mano. La visera de la gorra le sombreaba los ojos.
Yo estaba inquieto.
Lucio miraba en torno con la satisfacción de un hombre para quien la vida es amable. Para convencerme de que no existía ningún peligro, frunció los superciliares y confidencialmente me comunicó por décima vez:
—Yo sé el camino. ¿Qué te preocupás? No hay más que saltar la verja que da a la calle y al patio. Los porteros duermen en una sala separada del tercer piso. La biblioteca está en el segundo y al lado opuesto.
—El asunto es fácil, eso es de cajón —dijo Enrique—, el negocio sería bonito si uno pudiera llevarse el Diccionario enciclopédico.
—¿Y en qué llevamos veintiocho tomos? Estás loco vos.., a menos que llames a un carro de mudanzas.
Pasaron algunos coches con la capota desplegada y la alta claridad de los arcos voltaicos, cayendo sobre los árboles, proyectaba en el afirmado largas manchas temblorosas. El mozo nos sirvió café. Continuaban desocupadas las mesas en redor, los músicos charlaban en el palco, y del salón de billares llegaba el ruido de tacos con que algunos entusiastas aplaudían una carambola complicadísima.
—¿Vamos a jugar un tute arrastrado?
—Dejate de tute, hombre.
—Parece que llueve.
—Mejor —dijo Enrique—. Estas noches agradaban a Montparnasse y a Tenardhier. Tenardhier decía: "Más hizo Juan Jacobo Rousseau." Era un ranún el Tenardhier ése, y esa parte del caló es formidable.
—¿Llueve todavía?
Volví los ojos a la plazoleta.
El agua caía oblicuamente, y entre dos hileras de árboles el viento la ondulaba en un cortinado gris.
Mirando el verdor de los ramojos y follajes iluminados por la claridad de plata de los arcos voltaicos, sentí, tuve una visión en parques estremecidos en una noche de verano, por el rumor de las fiestas plebeyas y de los cohetes rojos reventando en lo azul. Esa evocación inconsciente me entristeció.
De aquella última noche azarosa conservo lúcida memoria.
Los músicos desgarraron una pieza que en la pizarra tenía el nombre de "Kiss-me"
En el ambiente vulgar, la melodía onduló el ritmo trágico y lejano. Diría que era la voz de un coro de emigrantes pobres en la sentina de una trasatlántico mientras el sol se hundía en las pesadas aguas verdes.
Recuerdo cómo me llamó la atención el perfil de un violinista de cabeza socrática y calva resplandeciente. En su nariz cabalgaban anteojos de cristales ahumados y se reconocía el esfuerzo de aquellos ojos cubiertos, por la forzada inclinación del cuello sobre el atril.
Lucio me preguntó:
—¿Seguís con Eleonora?
—No, ya cortamos. No quiere ser más mi novia.
—¿Por qué?
—Porque sí.
La imagen adunada al langor de los violines me penetró con violencia. Era un llamado de mi otra voz, a la mirada de su rostro sereno y dulce. ¡Oh!, cuánto me había extasiado de pena su sonrisa ahora distante, y desde la mesa, con palabras de espíritu le hablé de esta manera, mientras gozaba una amargura más sabrosa que una voluptuosidad.
¡Ah!, si yo hubiera podido decirte lo que te quería, así con la música del 'Kiss-me'... disuadirte con este llanto... entonces quizá... pero ella me ha querido también... ¿no es verdad que me quisiste, Eleonora?"
—Dejó de llover... Salgamos.
—Vamos.
Enrique arrojó unas monedas en la mesa. Me preguntó:
—¿Tenés el revólver?
—Sí.
—¿No fallará?
—El otro día lo probé. La bala atravesó dos tablones de albañil.
Irzubeta agregó:
—Si va bien en ésta me compro una Browning; pero por las dudas traje un puño de fierro.
—¿Está despuntado?
—No, tiene cada púa que da miedo.
Un agente de policía cruzó el herbero de la plaza hacia nosotros.
Lucio exclamó en voz alta, lo suficiente para ser escuchado del polizonte:
—¡Es que el profesor de geografía me tiene rabia, che, me tiene rabia!
Cruzada la diagonal de la plazoleta, nos encontramos frente a la muralla de la escuela, y allí notamos que comenzaba a llover otra vez.
Rodeaba el edificio esquinero una hilera de copudos plátanos, que hacía densísima la obscuridad en el triángulo. La lluvia musicalizaba un ruido singular en el follaje.
Alta verja mostraba sus dientes agudos uniendo los dos cuerpos de edificio, elevados y sombríos.
Caminando lentamente escudriñábamos en la sombra; después sin pronunciar palabra trepé por los barrotes, introduje un pie en el aro que eslabonaba cada dos lanzas, y de un salto me precipité al patio, permaneciendo algunos segundos en la posición de caído, esto es, en cuclillas, inmóviles los ojos, tocando con las yemas de los dedos las baldosas mojadas.
—No hay nadie, che —susurró Enrique, que acababa de seguirme.
—Parece que no, ¿pero qué hace Lucio que no baja? En las piedras de la calle escuchamos el choque acompasado de herraduras, después se oyó otro caballo al paso, y en las tinieblas el ruido fue decreciendo.
Sobre las lanzas de hierro, Lucio asomó la cabeza. Apoyó el pie en un travesaño y se dejo caer con tal sutileza que en el mosaico apenas crujió la suela de su calzado.
—¿Quién pasó, che?
—Un oficial inspector y un vigilante. Yo me hice el que esperaba el "bondi".
—Pongámonos los guantes, che.
—Cierto, con la emoción se me olvidaba.
—Y ahora, ¿a dónde se va? Esto es más oscuro que...
—Por aquí...
Lucio ofició de guía, yo desenfundé el revólver y los tres nos dirigimos hacia el patio cubierto por la terraza del segundo piso.
En la oscuridad se distinguía inciertamente una columnata.
Súbitamente me estremeció la conciencia de una supremacía tal sobre mis semejantes, que estrujando fraternalmente el brazo de Enrique, dije:
—Vamos muy despacio —e imprudentemente, abandoné el paso mesurado, haciendo resonar el taco de mis botines.
En el perímetro del edificio, los pasos repercutieron multiplicados.
La certeza de una impunidad absoluta contagió de optimista firmeza a mis camaradas, y reímos con tan estridentes carcajadas, que desde la calle oscura nos ladró tres veces un perro errante.
Jubilosos de abochornar el peligro a bofetadas de coraje, hubiéramos querido secundarlo con la claridad de una fanfarria y la estrepitosa alegría de un pandero, despertar a los hombres, para demostrar qué regocijo nos engrandece las almas cuando quebrantamos la ley y entramos sonriendo en el pecado.
Lucio, que marchaba encabezándonos, se volvió:
—Hago moción para asaltar el Banco de la Nación dentro de algunos días.
—Vos, Silvio, abrís las cajas con tu sistema de arco voltaico.
—Bonnot desde el infierno debe aplaudirnos —dijo Enrique.
—Vivan los apaches Lacombe y Valet —exclamé.
—Eureka —gritó Lucio.
—¿Qué te pasa?
El mancebo respondió:
—Ya está... ¿no te decía Lucio? Si tienen que levantarte una estatua... ya está, ¿saben lo que es?
Nos agrupamos en torno de él.
—¿Se fijaron? ¿Te fijaste vos, Enrique, en la joyería que está al lado del Cine Electra?... En serio, che; no te rías. La letrina del cine no tiene techo... me acuerdo lo más bien; de allí podríamos subir a los techos de la joyería. Se sacan unas entradas a la noche y antes de que termine la función uno se escurre. Por el agujero de la llave se inyecta cloroformo con una pera de goma.
—Cierto, ¿sabés, Lucio, que será un golpe magnífico?... y quién va a sospechar de unos muchachos. El proyecto hay que estudiarlo.
Encendí un cigarrillo, y al resplandor de la cerilla descubrí una escalera de mármol.
Nos lanzamos escalera arriba.
Llegando al pasadizo, Lucio con su linterna eléctrica iluminó el lugar, un paralelogramo restringido, prolongado a un costado por oscuro pasillo. Clavado al marco de madera de la puerta, había una chapa esmaltada cuyos caracteres rezaban: "Biblioteca".
Nos aproximamos a reconocerla. Era antigua y sus altas hojas, pintadas de verde, dejaban el intersticio de una pulgada entre los zócalos y el pavimento.
Por medio de una palanca se podía hacer saltar la cerradura de sus tornillos.
—Vamos primero a la terraza —dijo Enrique—. Las cornisas están llenas de lámparas eléctricas.
En el corredor encontramos una puerta que conducía a la terraza del segundo piso. Salimos. El agua chasqueaba en los mosaicos del patio, y junto a un alto muro alquitranado, el vívido resplandor de un relámpago descubrió una garita de madera, cuya puerta de tablas permanecía entreabierta.
A momentos la súbita claridad de un rayo descubría un lejano cielo violeta desnivelado de campanarios y techados. El alto muro alquitranado recortaba siniestramente, con su catadura carcelaria, lienzos de horizonte.
Penetramos a la garita. Lucio encendió otra vez su linterna.
En los rincones del cuartujo estaban amontonadas bolsas de aserrín, trapos de fregado, cepillos y escobas nuevas. El centro lo ocupaba una voluminosa cesta de mimbre.
—¿Qué habrá ahí dentro? —Lucio levantó la tapa.
—Bombas.
—¿A ver?
Codiciosos nos inclinamos hacia la rueda luminosa que proyectaba la linterna. Entre el aserrín brillaban cristalinas esfericidades de lámparas de filamento.
—¿No estarán quemadas?
—No, las habrían tirado —mas, para convencernos, diligente examiné los filamentos en su geometría. Estaban intactos.
Ávidamente robábamos en silencio, llenando los bolsillos, y no pareciéndonos suficiente cogimos una bolsa de tela que también llenamos de lámparas. Lucio, para evitar que tintinearan, cubrió los intersticios de aserrín.
En el vientre de Irzubeta el pantalón marcaba una protuberancia enorme. Tantas lámparas había ocultado allí.
—Miralo a Enrique, está preñado.
La chuscada nos hizo sonreír.
Prudentemente nos retiramos. Como lejanas campanillitas sonaban las peras de cristal.
Al detenernos frente a la biblioteca, Enrique invitó:
—Mejor que entremos a buscar libros.
—¿Y con qué abrimos la puerta?
—Yo vi una barra de fierro en la piecita.
—¿Sabés qué hacemos? Las lámparas las empaquetamos, y como la casa de Lucio es la que está más cerca, puede llevárselas.
El granuja barbotó:
—¡Mierda! Yo solo no salgo... no quiero ir a dormir a la leonera.
¡La pecadora traza del granuja! Habíasele saltado el botón del cuello, y su corbata verde se mantenía a medias sobre la camisa de pechera desgarrada. Añadid a esto una gorra con la visera sobre la nuca, la cara sucia y pálida, los puños de la camisa desdoblados en torno de los guantes, y tendréis la desfachatada estampa de ese festivo masturbador injertado en un conato de reventador de pisos.
Enrique, que terminaba de alinear sus lámparas, fue a buscar la barra de hierro.
Lucio rezongó:
—Qué rana es Enrique, ¿no te parece?, largarme de carnada a mí solo.
—No macaniés. De aquí a tu casa hay sólo tres cuadras. Bien podías ir y venir en cinco minutos.
—No me gusta.
—Ya sé que no te gusta... no es ninguna novedad que sos puro aspamento.
—¿Y si me encuentra un cana?
—Rajá; ¿para qué tenés piernas?
Sacudiéndose como un perro de aguas, entró Enrique.
—¿Y ahora?
—Dame, vas a ver.
Envolví el extremo de la palanca en un pañuelo, introduciéndola en el resquicio, mas reparé que en vez de presionar hacia el suelo debía hacerlo en dirección contraria.
Crujió la puerta y me detuve.
—Apretá un poco más —chistó Enrique.
Aumentó la presión y renovóse el alarmante chirrido.
—Dejame a mí.
El empuje de Enrique fue tan enérgico, que el primitivo rechinamiento estalló en un estampido seco.
Enrique se detuvo y permanecimos inmóviles..., alelados.
—¡Qué bárbaro! —protestó Lucio.
Podíamos escuchar nuestras anhelantes respiraciones. Lucio involuntariamente apagó la linterna y esto, aunado al espanto primero, nos detuvo en la posición de acecho, sin el atrevimiento de un gesto, con las manos temblorosas y extendidas.
Los ojos taladraban esa oscuridad; parecían escuchar, recoger los sonidos insignificantes y postreros. Aguda hiperestesia parecía dilatarnos los oídos y permanecíamos como estatuas, entreabiertos los labios en la expectativa.
—¿Qué hacemos? —murmuró Lucio.
El miedo se quebrantó.
No sé qué inspiración me impulsó a decir a Lucio:
—Tomá el revólver y andate a vigilar la entrada de la escalera, pero abajo. Nosotros vamos a trabajar.
—¿Y las bombas quién las envuelve?
—¿Ahora te interesan las bombas?... Andá, no te preocupés.
Y el gentil perdulario desapareció después de arrojar al aire el revólver y recogerlo en su vuelo con un cinematográfico gesto de apache.
Enrique abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca.
Se pobló la atmósfera de olor a papel viejo, y a la luz de la linterna vimos huir una araña por el piso encerado.
Altas estanterías barnizadas de rojo tocaban el cielo raso, y la cónica rueda de luz se movía en las oscuras librerías, iluminando estantes cargados de libros.
Majestuosas vitrinas añadían un decoro severo a lo sombrío, y tras de los cristales, en los lomos de cuero, de tela y de pasta, relucían las guardas arabescas y títulos dorados de los tejuelos.
Irzubeta se aproximó a los cristales.
Al soslayo le iluminaba la claridad refleja y como un bajorrelieve era su perfil de mejilla rechupada, con la pupila inmóvil y el cabello negro redondeando armoniosamente el cráneo hasta perderse en declive en los tendones de la nuca.
Al volver a mí sus ojos, dijo sonriendo:
—Sabés que hay buenos libros.
—Sí, y de fácil venta.
—¿Cuánto hará que estamos?
—Más o menos media hora.
Me senté en el ángulo de un escritorio distante pocos pasos de la puerta, en el centro de la biblioteca, y Enrique me imitó. Estábamos fatigados. El silencio del salón oscuro penetraba nuestros espíritus, desplegándolos para los grandes espacios de recuerdo e inquietud.
—Decime, ¿por qué rompiste con Eleonora?
—Qué sé yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores.
—¿Y?
—Después me escribió unas cartas. Cosa rara. Cuando dos se quieren parece adivinarse el pensamiento. Una tarde de domingo salió a dar vuelta a la cuadra. No sé por qué yo hice lo mismo, pero en dirección contraria y cuando nos encontramos, sin mirarme alargó el brazo y me dio una carta. Tenía un vestido rosa té, y me acuerdo que muchos pájaros cantaban en lo verde.
—¿Qué te decía?
—Cosas tan sencillas. Que esperara... ¿te das cuenta? Que esperara a ser más grande.
—Discreta.
—¡Y qué seriedad, che Enrique! Si vos supieras. Yo estaba allí, contra el fierro de la verja. Anochecía. Ella callaba... a momentos me miraba de una forma... y yo sentía ganas de llorar... y no nos decíamos nada... ¿qué nos íbamos a decir?
—Así es la vida —dijo Enrique—, pero vamos a ver los libros. ¿Y el Lucio ése? A veces me da rabia. ¡Qué tipo vago!
—¿Dónde estarán las llaves?
—Seguramente en el cajón de la mesa.
Registramos el escritorio, y en una caja de plumas las hallamos.
Rechinó una cerradura y comenzamos a investigar.
Sacando los volúmenes los hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía: "No vale nada", o "vale".
—Las montañas del oro.
—Es un libro agotado. Diez pesos te lo dan en cualquier parte.
—Evolución de la materia, de Lebón. Tiene fotografías.
—Me la reservo para mí —dijo Enrique.
—Rouquete, Química orgánica e inorgánica.
—Ponelo acá con los otros.
—Cálculo infinitesimal.
—Eso es matemáticá superior. Debe ser caro.
—¿Y esto?
—¿Cómo se llama?
—Charles Baudelaire. Su vida.
—A ver, alcanzá.
—Parece una bibliografía. No vale nada.
Al azar entreabría el volumen.
—Son versos.
—¿Qué dicen?
Leí en voz alta:
Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna
¡oh!, vaso de tristezas, ¡oh!, blanca taciturna.

"Eleonora —pensé—. Eleonora."
y vamos a los asaltos, vamos,
como frente a un cadáver, un coro de gitanos
—Che, ¿sabés que esto es hermosísimo? Me lo llevo para casa.
—Bueno, mirá, en tanto que yo empaqueto libros, vos arreglate las bombas.
—¿Y la luz?
—Traétela aquí.
Seguí la indicación de Enrique. Trajinábamos silenciosos, y nuestras sombras agigantadas movíanse en el cielo raso y sobre el piso de la habitación, desmesuradas por la penumbra que ensombrecía los ángulos. Familiarizado con la situación de peligro, ninguna inquietud entorpecía mi destreza.
Enrique en el escritorio acomodaba los volúmenes y echaba un vistazo a sus páginas. Yo con amaño había terminado de envolver las lámparas, cuando en el pasillo reconocimos los pasos de Lucio.
Se presentó con el semblante desencajado, gruesas gotas de sudor le perlaban en la frente.
—Ahí viene un hombre... Entró recién... apaguen.
Enrique lo miró atónito y maquinalmente apagó la linterna; yo, espantado, recogí la barra de hierro que no recuerdo quién había abandonado junto al escritorio. En la oscuridad me ceñía la frente un cilicio de nieve.
El desconocido trepaba la escalera y sus pasos eran inciertos.
Repentinamente el espanto llegó a su colmo y me transfiguró.
Dejaba de ser el niño aventurero; se me envararon los nervios, mi cuerpo era una estatua ceñuda rebalsando de instintos criminales, una estatua erguida sobre los miembros tensos, agazapados en la comprensión del peligro.
—¿Quién será? —suspiró Enrique.
Lucio respondió con el codo.
Ahora le escuchábamos más próximo, y sus pasos retumbaban en mis oídos, comunicando la angustia del tímpano atentísimo al temblor de la vena.
Erguido, con ambas manos sostenía la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe... y en tanto escuchaba, mis sentidos discernían con prontitud maravillosa el cariz de los sonidos, persiguiéndolos en su origen, definiendo por sus estructuras el estado psicológico del que los provocaba
Con vértigo inconsciente analizaba:
"Se acerca... no piensa... si pensara no pisaría así... arrastra los pies... si sospechara no tocaría el suelo con el taco... acompañaría el cuerpo en la actitud... siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andaría en punta de pies... y él lo sabe... está tranquilo."
De pronto, una enronquecida voz, cantó allí, abajo, con la melancolía de los borrachos:
Maldito aquel día que te conocí,
ay macarena, ay macarena.
"Ha sospechado... no... pero sí... no... a ver", y creí que mi corazón se agrietaba, con tanta fuerza arrojaba la sangre en las venas.
Al llegar al pasillo, el desconocido rezongó nuevamente:
ay macarena, ay macarena.
—Enrique —susurré—, Enrique.
Nadie respondió.
Con una agria hediondez de vino, trajo el viento el ruido de un eructo.
—Es un borracho —sopló en mi oreja Enrique—. Si viene lo amordazamos.
El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareció al final del corredor. En un recodo se detuvo, y le escuchamos forcejear en el picaporte de una puerta que cerró estrepitosamente tras él.
—¡De buena nos libramos!
—Y vos, Lucio... ¿qué estás tan callado?
—De alegría, hermano, de alegría.
—¿Y cómo lo viste?
—Estaba sentado en la escalera; aquí te quiero ver. Zás, de pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fierro que se abre. Te la voglio dire. ¡Qué emoción!
—Mirá si el tipo se nos viene al humo.
—Yo lo "enfrío" —dijo Enrique.
—¿Y ahora qué hacemos?
—¿Qué vamos a hacer? Irnos, que es hora.
Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No sé por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.
—¿De qué te reís? —preguntó malhumorado Enrique.
—No sé.
—¿No encontraremos ningún cana?
—No, de aquí a casa no hay.
—Ya lo dijiste antes.
—¡Además, con esta lluvia!
— ¡Caramba!
—¿Qué hay, che Enrique?
—Me olvidé cerrar la puerta de la biblioteca. Dame la linterna.
Se la entregué, y a grandes pasos Irzubeta desapareció.
Aguardándole, nos sentamos sobre el mármol de un escalón.
Temblaba de frío en la oscuridad. El agua se estrellaba rabiosamente contra los mosaicos del patio. Involuntariamente se me cerraron los párpados, y por mi espíritu resbaló, en un anochecimiento lejano, el semblante de imploración de la amada niña, inmóvil, junto al álamo negro. Y la voz interior, recalcitrante, insistía:
"¡Te he querido, Eleonora! ¡Ah!, ¡si supieras cuánto te he querido!"
Cuando llegó Enrique, traía unos volúmenes bajo el brazo.
—¿Y eso?
—Es la Geografía de Malte Brun. Me la guardo para mí.
—¿Cerraste bien la puerta?
—Sí, lo mejor que pude.
—¿Habrá quedado bien?
—No se conoce nada.
—¿Che, y el curdelón ese? ¿Habrá cerrado con llave la puerta de calle?
La ocurrencia de Enrique fue acertada. La puerta cancel estaba entreabierta y salimos.
Un torrente de agua, borbolleando, corría entre dos aceras, y menguada su furia, la lluvia descendía fina, compacta, obstinada.
A pesar de la carga, prudencia y temor aceleraban la soltura de nuestras piernas.
—Lindo golpe.
—Sí, lindo.
—¿Qué opinás, Lucio, que dejemos esto en tu casa?
—No digás estupideces; mañana mismo reducimos todo.
—¿Cuántas bombas traeremos?
—Treinta.
—Lindo golpe —repitió Lucio—. ¿Y de libros?
—Más o menos yo calculé setenta pesos —dijo Enrique.
—¿Qué hora tenés, Lucio?
—Deben ser las tres.
No, no era tarde, mas la fatiga, la angustia, las tinieblas y el silencio, los árboles goteando en nuestras espaldas enfriadas, todo ello hacía que la noche nos pareciera eterna, y dijo Enrique con melancolía:
—Sí, es demasiado tarde.
Estremecidos de frío y cansancio, entramos a la casa de Lucio.
—Despacio, che, no se despierten las viejas.
—¿Y dónde guardamos esto?
—Espérensen.
Lentamente giró la puerta en sus goznes. Lucio penetró a la habitación e hizo girar la llave del conmutador.
—Pasen, che, les presento mi bulín.
El ropero en un ángulo, una mesita de madera blanca, y una cama. Sobre la cabecera del lecho extendía sus retorcidos brazos piadosos un Cristo Negro, y en un marco, en actitud dolorosísima, miraba al cielo raso un cromo de Lida Borelli.
Extenuados nos dejamos caer en la cama.
En los semblantes relajados de sueño, la fatiga acrecentaba la oscuridad de las ojeras. Nuestras pupilas inmóviles permanecían fijas en los muros blancos, ora próximos, ora distantes, como en la óptica fantástica de una fiebre.
Lucio ocultó los paquetes en el ropero y pensativo sentóse en el borde de la mesa, cogiéndose una rodilla entre las dos manos.
—¿Y la Geografía?
El silencio tornó a pesar sobre los espíritus mojados, sobre nuestros semblantes lívidos, sobre las entreabiertas manos amoratadas.
Me levanté sombrío, sin apartar la mirada del muro blanco.
—Dame el revólver, me voy.
—Te acompaño —dijo Irzubeta incorporándose en el lecho, y en la oscuridad nos perdimos por las calles sin pronunciar palabras, con adusto rostro y encorvadas espaldas.
Terminaba de desnudarme, cuando tres golpes frenéticos repercutieron en la puerta de la calle, tres golpes urgentísimos que me erizaron el cabello.
Vertiginosamente pensé: La policía me ha seguido... la policía... la policía... jadeaba mi alma.
El golpe aullador se repitió otras tres veces, con más ansiedad, con más furor, con más urgencia.
Tomé el revólver y desnudo salí a la puerta.
No terminé de abrir la hoja y Enrique se desplomó en mis brazos. Algunos libros rodaron por el pavimento.
—Cerrá, cerrá que me persiguen; cerrá, Silvio —habló con voz enronquecida Irzubeta.
Lo arrastré bajo el techo de la galería.
—¿Qué pasa, Silvio, qué pasa? —gritó mi madre asustada desde su habitación.
—Nada, callate... un vigilante que lo corría a Enrique por una pelea.
En el silencio de la noche, que el miedo hacía cómplice de la justicia inquisidora, resonó el silbido del pito de un polizonte, y un caballo al galope cruzó la bocacalle. Otra vez el terrible sonido, multiplicado, se repitió en distintos puntos cercanos.
Como serpentinas cruzaban la altura las clamantes llamadas de los vigilantes.
Un vecino abrió la puerta de calle, se escucharon las voces de un diálogo, y Enrique y yo en la oscuridad de la galería, temblorosos nos estrechábamos uno contra otro. Por todas partes los silbos inquietantes se prolongaban amenazadores, numerosos, en tanto que de la carrera siniestra para cazar al delincuente, nos llegaba el ruido de herraduras de caballos, de galopes frenéticos, las bruscas detenciones en el resbaladizo adoquinado, el retroceso de los polizontes. Y yo tenía al perseguido entre mis brazos, su cuerpo tembloroso de espanto contra mí, y una misericordia infinita me inclinaba hacia el adolescente quebrantado.
Lo arrastré hasta mi tugurio. Le castañeteaban los dientes. Tiritando de miedo, se dejó caer en una silla y sus azoradas pupilas engrandecidas de espanto se fijaron en la sonrosada pantalla de la lámpara.
Otra vez cruzó un caballo la calle, pero con tanta lentitud que creía se detendría frente a mi casa. Después, el vigilante espoleó su cabalgadura y las llamadas de los silbatos que se hacían menos frecuentes, cesaron por completo.
—Agua, dame agua.
Le alcancé una garrafa, y bebió ávidamente. En su garganta el agua cantaba. Un suspiro amplio le contrajo el pecho.
Después, sin apartar la inmóvil pupila de la pantalla sonrosada, sonrió con la sonrisa extraña e incierta de quien despierta de un miedo alucinante.
Dijo:
—Gracias, Silvio —y aún sonreía, ilimitadamente anchurosa el alma en el inesperado prodigio de su salvación.
—Pero decime, ¿cómo fue?
—Mirá. Iba por la calle. No había nadie. Al doblar en la esquina de Sud América, me doy cuenta que bajo un foco me estaba mirando un vigilante. Instintivamente me paré, y él me gritó:
—¿Qué lleva ahí?
—Ni decirlo, salí como un diablo. Él corría tras mí, pero como tenía el capote puesto no podía alcanzarme... lo dejaba atrás... cuando a lo lejos siento otro, venir a caballo... y el pito, el que me corría tocó pito. Entonces hice fuerza y llegué hasta acá.
—Has visto... ¡Por no dejar los libros en casa de Lucio!... ¡mirá si te "cachan"!
—Nos arrean a todos a la "leonera".
—¿Y los libros? ¿No perdiste los libros por la calle?
—No, se cayeron ahí en el corredor.
Al ir a buscarlos, tuve que explicarle a mamá:
—No es nada malo. Resulta que Enrique estaba jugando al billar con otro muchacho y sin querer rompió el paño de la mesa. El dueño quiso cobrarle y como no tenía plata se armó una trifulca.
Estamos en casa de Enrique.
Un rayo rojo penetra por el ventanuco de la covacha de los títeres.
Enrique reflexiona en su rincón, y una arruga dilatada le hiende la frente desde la raíz de los cabellos al ceño. Lucio fuma recostado en un montón de ropa sucia y el humo del cigarrillo envuelve en una neblina su pálido rostro. Por encima de la letrineja, desde una casa vecina, llega la melodía de un vals desgranado lentamente en el piano.
Yo estoy sentado en el suelo. Un soldadito sin piernas, rojo y verde, me mira desde su casa de cartón descalabrada. Las hermanas de Enrique riñen afuera con voz desagradable.
—¿Entonces?...
Enrique levanta la noble cabeza y mira a Lucio.
—¿Entonces?
Yo miro a Enrique.
—¿Y qué te parece a vos, Silvio? —continúa Lucio.
—No hay que hacerle; dejarse de macanear, si no, vamos a caer.
—Anteanoche estuvimos dos veces a punto.
—Sí, la cosa no puede ser más clara —y Lucio por décima vez relee complacido el recorte de un diario:
—¿Así que el club se disuelve? —dice Enrique.
—No. Paraliza sus actividades por tiempo indeterminado —replica Lucio—. No es programa trabajar ahora que la policía husmea algo.
—Cierto; sería una estupidez.
—¿Y los libros?
—¿Cuántos tomos son?
—Veintisiete.
—Nueve para cada uno... pero no hay que olvidarse de borrar con cuidado los sellos del Consejo Escolar...
—¿Y las bombas?
Con presteza Lucio replica:
—Miren, che, yo de las bombas no quiero saber ni medio. Antes de ir a reducirlas, las tiro a la letrina.
—Sí, cierto, es un poco peligroso ahora.
Irzubeta calla.
—¿Estás triste, che Enrique?
Una sonrisa extraña le tuerce la boca; encógese de hombros y con vehemencia, irguiendo el busto dice:
—Ustedes desisten, claro, no para todos es la bota de potro, pero yo, aunque me dejen solo, voy a seguir.
En el muro de la covacha de los títeres, el rayo rojo ilumina el demacrado perfil del adolescente.

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